Vida perra
PIENSO QUE SERÍA más feliz si me extirparan los lóbulos frontales. Viviría como una perra. Recuerdo haber paseado a la perra de Julio Llamazares cuando yo era muy joven (si sería joven, que aún votaba a Izquierda Unida), y hablarme Julio de las ventajas que él le encontraba a convivir con una perra: "Cuanto más tarde llegas a casa, más contenta se pone".
Me hubiera gustado que alguien nos sacara una foto a Julio, a la perra y a mí, porque formábamos una bonita estampa bajo una farola de la villa de París, pero entonces no ocurría como ahora, que, como dice el científico Javier Sampedro, cada hombre es un fotógrafo y de todo queda constancia. Entonces, hace quince años, aún teníamos que acordarnos de las bonitas estampas haciendo memoria, que es una actividad que se acabó con la ESO. Tal vez ése sea el problema intrínseco de la Memoria Histórica, que a fuerza de desterrar la memoria de la educación escolar, ahora no sabemos distinguirla de la pura evocación. Si alguien hubiera estado allí para fotografiarnos a la perra, a Julio y a mí, habría captado en la instantánea que mientras yo pensaba melancólicamente que dentro de mí puede haber una cerda, una burra o una zorra, según, pero nunca un hombre encontrará una perra, mientras yo, digo, asumía mi incapacidad para estar contenta siempre, sea cual fuere la hora de la llegada a casa del macho-alfa, la perra, esa perra de los primeros noventa que paseaba por el Madrid post-movidesco y pre-botellónico, miraba a Julio, el escritor, con una admiración mística, como si tuviera delante de sus ojos al mismísimo Grigori Perelman, el matemático ruso que no ha querido ir a recoger el Premio Fields y ha dicho que se lo metan pordondelesquepa y que él prefiere quedarse con su madre en San Petersburgo porque el mundo de la investigación matemática está lleno de farsantes y que, al fin y al cabo, ahí está su teorema de Poincairé, a disposición de cualquiera que quiera descifrarlo. Vaya con Grigori, qué carácter. No sé qué es más difícil, si descifrar el teorema de Poincairé o pillarle el punto a Grigori. A mí, esos seres tan listos que viven con su madre me dan mucho susto. Por cierto, que lo que más me ha sorprendido es que el teorema de Poincairé es uno de los siete enigmas del universo. ¿Y cuáles eran los otros seis, que me los he perdido? En fin, que por mucho que se quejen los matemáticos de la ausencia de información científica en la prensa, han de comprender que el lector racional se pueda sentir un zote y que el lector fantasioso tenga la sensación de que en el periódico se les ha colado una página de El señor de los anillos. Si en vez de la foto del señor Grigori (que tenía una de esas caras tremendas que se les ponen a los hombres de vivir solos con su madre) hubieran puesto una foto de Viggo Mortensen, la cosa habría tenido mucho más sentido. Por cierto (siempre por cierto), lo mejor de la noche del estreno del Alatriste fue, aparte del vestido de Ives Saint Laurent de Elena Anaya, que se había subido a unos taconazos que le hacían aún más grandes los ojos, lo mejor, lo más sorprendente, fue ir paseando como yo iba a las tres de la madrugada por la calle de Velázquez y ver de pronto, como una aparición, a Viggo Mortensen cruzando la calle, con ese aire tan atractivo que da la americana a los hombres cuando están cansados. Enfiló la calle de Alcalá y se perdió en la noche, deseoso seguramente de tener un rato de paz en las calles aún silenciosas de agosto.
Pero no quiero perder el hilo de este artículo, para algo han de servirme los lóbulos frontales. El perro, cuando se queda solo, no sabe cuánto tiempo hace que se fue el amo; cuando come no sabe si volverá a comer, por eso engulle; cuando el amo llega, no sabe cuánto tiempo ha pasado. Por eso yo no soy perra, porque pasadas las doce de la noche, si él no ha llegado, miro la hora cada cinco minutos. Eso sí, si soy yo la que estoy a las tres de la madrugada con una amiga paseando y descubriendo entre las sombras a Viggo Mortensen, pierdo la noción del tiempo. Seré perrilla. Pero en esa ignorancia encuentra el perro su alegría y su desdicha. Yo tenía un perro que sufría tanto cuando me iba que me miraba temblando al lado de la puerta. Él pensaba que lo abandonaba para siempre. Harta de verle sufrir le di un valium. Y casi que me lo cargo (pero es otra historia). Dijo Javier Sampedro el otro día (vuelvo a citarlo) que el hombre es el único ser vivo que tiene conciencia del fin de la vida, o sea, que su conciencia del tiempo le hace diferente a los animales. Si eso depende de los lóbulos frontales, yo los tengo muy pero que muy grandes. Pero también eso me permite disfrutar del tiempo presente, no abusar del tiempo de quien me escucha, no robar el tiempo a otros y ser muy celosa con el mío. Esta semana, como ciudadana que aún no sabe cómo escaparse de su propio país sino muriendo, he seguido el eterno debate sobre la ya eterna y maloliente suposición de que el 11-M fue cosa de dos y, llevándome las manos a la cabeza, justo ahí donde albergo mis lobulillos, me he dicho: puede que Zaplana no tenga lóbulos frontales, que no sea consciente de que el tiempo pasa, que no se dé cuenta de la insolente repetición de la teoría conspirativa, ¿pero acaso no hay nadie en su partido que le diga que nosotros sí que los tenemos?
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