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Columna
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La gran conspiración

Coincidiendo con el quinto aniversario, Hollywood presenta la recreación cinematográfica de los atentados del 11-S, y con ella la izquierda radical (señaladamente la nuestra, la del paisito) nos recuerda que atribuir tales atentados al pueblo musulmán es una maledicencia. En efecto, lo que al principio se apuntaba como una posibilidad ahora va tomando forma: para las mentes más preclaras, no se puede descartar que detrás de tales atentados estuviera la CIA, el Gobierno americano, el mismísimo George Bush.

Donde no hay novedad es en el barullo especulativo que rodea a los atentados del 11-M en Madrid. Así como en el 11-S la teoría de la Gran Conspiración nos coloca a las puertas del Gobierno federal americano, en los atentados de Madrid todo apunta hacia el denominado complejo ETA-Batasuna, si bien el testimonio de ciertos rateros y la pérdida o el hallazgo de un llavero o un cortaúñas señalan que quizás el PSOE también está implicado, o, ¿por qué no?, incluso Gallardón.

Las opiniones políticas suelen condicionar la apreciación de los hechos (bueno, es imposible que las opiniones políticas no condicionen la valoración de los hechos), pero sigue asombrándome que lleguen a alterar incluso su existencia y reconstruir la realidad. Para la derecha se ha convertido en artículo de fe que los atentados del 11-M fueron obra de ETA, mientras que entre la izquierda radical, en un corolario de su inquina a la primera democracia del mundo, avanza la tesis de que en los atentados del 11-S participó la CIA. Y esto aún no se ha publicado, pero según se están poniendo algunos apostaría a que el Vaticano también tuvo algo que ver.

El odio puede ser un mal consejero, pero lo absurdo es que el odio lleve a la estupidez. Claro que ésta no sería una mala lección moral: el odio vuelve estúpidos a los que lo practican con mayor intensidad. La derecha sigue buscando un rastro de ETA en los atentados de Madrid, mientras que parte de la izquierda le está tomando gusto a la hipótesis de que la CIA actuó en los atentados de Nueva York. La conclusión, metidos en este universo paranoico, sería la siguiente: el terrorismo islámico no existe.

El 11-M es obra de ETA y el 11-S obra de la CIA. ¿Vamos bien? Lo dicen, por separado, los más listos de la clase. Pero no ostentamos una teoría sólida que pueda explicar los atentados en el metro de Londres. ¿O sí? ¿Por qué no llevamos la teoría de la Gran Conspiración hasta el final? Atando cabos todo cobra sentido. ¿No han mantenido a lo largo de la historia ETA y el IRA estrechas relaciones? ¿No ha tenido siempre el terrorismo irlandés sus mejores valedores en Estados Unidos? ¿La conexión 11-S y 11-M no pasará por los atentados de Londres? ¿No se reunirían en Belfast Txeroki y Condolezza Rice? ¿La famosa mochila del 11-M no haría escala en algún vuelo a Nueva York? ¿Por qué se le descubrió a un agente de la CIA un mapa con los trenes de cercanías de Madrid? ¿Por qué se oculta sistemáticamente que Trashorras cenó en una sidrería de Astigarraga? ¿Qué sabe el FBI de mi tía de Burgos?

Es una suerte vivir entre tan infatigables buscadores de la verdad. Y es una suerte que, además, estén seguros de haber dado con ella. Gracias a sus prodigiosas informaciones podemos redondear el argumento final: la CIA en Nueva York, la ETA en Madrid, el IRA en Londres,... ¿Por qué no sale todo esto a la luz? Esto es lo más fácil de explicar para los expertos en conspiraciones. De hecho, suelen hacerlo con especial vehemencia: ¡porque no interesa! Pero aquí estamos unos cuantos insobornables para gritar a los cuatro vientos la verdad y desvelar las tramas más ocultas de la política internacional. ¡Además hay pruebas! ¡Hay llamadas de móvil! ¡Hay cintas de grabación! ¡Hay mochilas, testimonios de mineros asturianos y de bomberos neoyorquinos! Hemos dado con la conspiración final, la definitiva, la que lo explica todo: la conspiración total que ni se atreven a exponer ni en los panfletos radicales ni en la radio de los obispos. Y estas cosas hay que decirlas.

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