"África ha sido abandonada por racismo"
Uno de los más influyentes creadores latinoamericanos, con presencia en las más importantes citas internacionales del arte, presenta ahora en Madrid sus trabajos más recientes. Muxima es un filme que parte de una canción angoleña. Un lamento por la agonía de un continente luminoso.
"Quizá el arte sea hoy el último espacio de libertad que nos queda para plantearnos las preguntas más urgentes"
Alfredo Jaar (Santiago de Chile, 1956) lleva más de una década viajando a África. El primer proyecto artístico que realizó allí surgió tras sus visitas a Nigeria durante dos años. Geografía = Guerra fue un trabajo sobre los desechos tóxicos que Europa desvía a África. Después desarrolló un largo proyecto que le llevó seis años, titulado Ruanda, enfocado en el genocidio de 1994. Autor de una obra que combina la fotografía, el cine, las instalaciones y las cajas de luz, así como intervenciones urbanas, sostiene una clara posición ética que pretende despertar la adormecida sensibilidad por algunos de los grandes dramas sociales en el Tercer Mundo. Residente en Nueva York desde 1981, Alfredo Jaar presenta ahora una exposición en la galería Oliva Arauna de Madrid, que gira en torno a Muxima, una película realizada en Angola. El pasado miércoles recibió el Premio Extremadura de Creación 2006 a toda su carrera, con un jurado presidido por José Saramago.
PREGUNTA. Su fascinación por África se viene reflejando en su obra desde hace años. ¿Se ha transformado su mirada con el tiempo?
RESPUESTA. Donde quiera que yo vaya, siempre seré un extranjero. No pretendo transformarme en una persona del lugar, soy y seré siempre un outsider. Y cuando hago mis trabajos lo hago siempre en mi nombre, no intento representar a ninguna comunidad o hablar en nombre de ella de forma paternalista, intentar ser la voz de los desposeídos. Es mi opinión lo que expreso en mis trabajos. En África me siento un testigo, un amigo, un observador crítico y solidario. África es un continente totalmente abandonado, de una riqueza extraordinaria, una gente bellísima, una cultura maravillosa. Y el mundo simplemente la ha abandonado por razones de racismo total.
P. ¿El racismo por encima de las razones sociales y económicas?
R. Pienso que lo que explica realmente la relación que el resto del mundo mantiene con África radica en el racismo. Puedes ponerle otras etiquetas: racismo político, racismo económico, social. Pero es racismo al fin y al cabo.
P. Incluso en el arte occidental, la mirada a África de artistas como Picasso o los surrealistas fue siempre en busca de lo exótico. Lo otro. Sin ninguna identificación o aproximación entre iguales.
R. Exacto. África ha sido vista, desde el punto de vista cultural, como materia prima que se usa para nuestros propios propósitos. Finalmente ahora están emergiendo voces y figuras importantes de la cultura africana contemporánea y están empezando a ser vistas y reconocidas en el mundo occidental. Y ésas son buenas noticias.
P. ¿Piensa usted que sus tres proyectos africanos han servido para que la gente haya tomado consciencia de los asuntos que denuncia? ¿Puede el arte ser vehículo para esto?
R. Creo en la capacidad del arte de afectar. De provocar afecto. Quizá el arte sea hoy el último espacio de libertad que nos queda para plantearnos estas preguntas. Obviamente, es un proceso muy lento. A veces tengo la impresión de que no vamos a ninguna parte, que el mundo del arte está encerrado en un espacio muy estrecho. Es un mundo insular y lo que hacemos sólo tiene efecto en unos pocos que ya están convencidos de antemano. Por lo tanto, hace años que decidí dividir mi trabajo en tres áreas de trabajo. Sólo un tercio lo dedico al circuito internacional del arte (galerías, museos, bienales, etcétera). Luego, debido a la extrema limitación de esta escena, he decidido hacer también intervenciones públicas. Proyectos en lugares y comunidades bastante alejados del mundo del arte donde me enfrento a situaciones y personas reales. En el mundo del arte a veces todo parece más falso, una permanente puesta en escena. En las intervenciones públicas me enfrento al mundo real y eso me mantiene despierto, alerta, más vivo. El último tercio de mi actividad es la enseñanza. Algo que me he impuesto a mí mismo porque la cercanía de los jóvenes me resulta siempre muy estimulante. No enseño regularmente en ninguna universidad, pero sí hago talleres, seminarios y conferencias.
P. Sus puntos de partida como artista suelen ser las informaciones de prensa, la televisión. ¿Cómo vive, como individuo, como espectador, el mundo que le ofrecen los medios de comunicación?
R. Yo soy un periodista frustrado. Admiro el periodismo bien hecho, el que trata genuinamente de informar, de contextualizar y de ofrecer los datos que uno necesita para comprender una situación. Para que tenga sentido y para que uno actúe en ella. Mi otra gran frustración es la forma en que los grandes medios tratan la información actualmente. Es un circo, es un negocio en manos de unas pocas multinacionales que descontextualizan todo, que se pasean de una noticia a otra sin el mayor respeto por el drama humano y que dan informaciones que, en conjunto, no tienen sentido alguno. La gente de a pie no se entera de nada. Vivimos en un caos informativo. Y en ese caos, las imágenes de dolor auténtico no se aceptan. Estamos como anestesiados ante ellas. Los artistas que trabajamos con estas imágenes nos debatimos en cómo hacer para que estas imágenes de dolor vuelvan a despertarnos, a provocar reacciones.
P. Su filme Muxima está dividido en diez poemas visuales basándose en versiones distintas de la misma canción popular. ¿Por qué da tanta relevancia a la música?
R. Empecé a coleccionar música africana hace muchos años, sobre todo la de origen portugués. La que combina la cadencia melancólica del fado con los sonidos populares del África contemporánea. El resultado me conmueve. Pero aparte de eso, fue a partir de mi regreso de Ruanda que descubrí el poder curativo de la música, fue lo que me ayudó a superar el dolor de ese terrible genocidio. La música ha sido mi salvación. Por eso fue algo natural empezar este nuevo proyecto de Angola a partir de una canción. Muxima significa corazón en la lengua kimbundu.
El lamento de las imágenes
CARLOS BARRAL dijo alguna vez que con Mario Vargas Llosa había comenzado todo. O sea, el boom de la literatura latinoamericana, que tanto hizo por la renovación de la literatura en castellano y que se saldó con dos premios Nobel y una generación de narradores latinoamericanos que, tras matar al padre, han devorado alegremente su cadáver. Y cito a Barral porque de Alfredo Jaar puede decirse lo mismo: "Con él empezó todo". O sea, la internacionalización del arte latinoamericano que hoy permite que en las bienales y los centros y museos de arte contemporáneo del mundo sea habitual la inclusión de los artistas de ese continente. También en la Documenta de Kassel, en cuya edición de 1986 fue incluido Jaar, a despecho de las opiniones de su director, Manfred Schneckenburger, quien respondió a la queja de Berta Sichel por la representación marginal de los latinoamericanos en la misma, afirmando que la Documenta era un evento de la cultura de Occidente, de la que América Latina estaba excluida. Y así como la obra de Vargas Llosa ha dado la vuelta al planeta y a sus lenguas, Jaar ha hecho lo mismo con una obra marcada radicalmente por su cuestionamiento del lado salvaje de la globalización, y por su crítica consistente de las manipulaciones a las que está sometida la imagen del Otro cuando no es abiertamente censurada. De hecho, su debut en la Bienal de Venecia de 1985 fue protagonizado por las fotografías en cajas de luz, que nos ponían delante de las impactantes imágenes del infierno que era la mina de oro a tumba abierta de Cerro Pelado, en Brasil. Jaar, sin embargo, advirtió pronto que las imágenes del dolor ajeno pierden del todo su capacidad de indignar cuando las gestiona la pornografía de la miseria. África fue crucial en el fin de su inocencia. Conmovido por el genocidio de Ruanda de 1994, viajó allí, y en vez de mostrar nuevas imágenes de una de las peores atrocidades del siglo pasado prefirió enseñarnos primero los ojos de Nduwayzu -una superviviente-, imágenes copiadas un millón de veces. Y luego: lápidas estremecedoras compuestas por cajas negras en cuya cubierta sólo podía leerse la descripción de la foto que contenían. El problema -dijo con su obra Jaar- no es qué se ve sino quién ve y por qué razones no está dispuesto a ver lo que ve. O indignarse por lo que ve. Que mejor no vea nada, para que no pueda utilizar como pretexto de su ceguera que lo visto "ya lo tiene muy visto". En Lamento de las imágenes -su instalación en la Documenta de 2002-, dio un nuevo giro a su estrategia sometiéndonos a una experiencia tan enceguecedora como la que padeció en prisión Nelson Mandela, que le lesionó los ojos de tal manera que nunca más pudo volver a llorar. CARLOS JIMÉNEZ
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