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Leves malestares graves

Enrique Vila-Matas

Investigo las probables causas que pueden encontrarse detrás de esos imprevistos malestares mínimos que siento últimamente ante muchas de las cosas que diariamente leo y veo. ¿Cómo era aquello de Céline? "Todo lo que en aquellos días se leía, tragaba, chupaba, admiraba, proclamaba, refutaba, defendía, todo eso no eran sino fantasmas odiosos, falsificaciones y mascaradas. Hasta los traidores eran falsos".

Sucede que si llega el caso de que mi malestar es monstruoso, no investigo nada, porque ya sé inmediatamente de dónde procede. Por ejemplo, veo una fotografía de Stalin o de Hitler, o de cualquiera de sus numerosos seguidores, y no es preciso que investigue las causas de la apabullante repugnancia que me producen. Lo que sí me interesa analizar son ciertos malestares mínimos, muy leves, casi imperceptibles y en un primer momento inesperados: malestares que siento ante cosas que me producen una levísima sensación de rechazo, sin que sepa normalmente por qué. Por ejemplo, ¿qué me ha ocurrido hoy al ver la noticia sobre El Tricicle en los informativos de la noche? ¿Por qué ese leve malestar al verles en pañales si les considero unos buenos profesionales y nunca he tenido nada contra ellos? Analizo mi reacción, el leve malestar. La imagen, para ellos, parece soporte indispensable y se diría que se hallan a años luz del lenguaje escrito. Por ahí tal vez surge el leve cosquilleo de malestar. Por un momento no les veo a ellos, sino a algunos de los que van en bicicleta por mi ciudad y no saben hablar ni escribir. ¿Acaso no creo que la más grande dádiva que el mundo nos ofrece al nacer son una, dos, tres lenguas acuñadas, desarrolladas y perfeccionadas por millares de generaciones anteriores? Siempre he estado convencido de que los humanos hemos recibido la palabra como una herencia mágica.

Aprendí con entusiasmo a leer a los tres años. Y yo creo que todo lo que en la infancia me molesté en aprender fueron conocimientos que se han ido transmutando lógicamente a través del tiempo, pero que en el fondo, en sus líneas maestras, permanecen inmutables a modo de poso eterno, como un sedimento que está ahí -como lo está el pasado, que es a fin de cuentas imperturbable y se está dando y aflorando en nosotros en todo momento, siempre en presente-, como un rescoldo con una desesperada, y como mínimo inquietante, tendencia conservadora.

Cuando pienso en aquellos días de espartano estudio constante, me digo que tal vez no he soportado bien aquellos cambios que después han ido trastocando el paisaje físico y moral de mi infancia, un paisaje al que permanezco fiel desde siempre. Es posible que lo viva todo como una agresión particular a mi memoria propia. Es como si lo midiera todo por el rasero de mi infancia.

Me esforcé siempre en estudiar porque pensé que lo mejor que se podía hacer en un país tan tenebroso e ignorante como la España de los años cincuenta era dedicarse a pensar y a estudiar, por cuenta propia a ser posible. Y así los tan celebrados y admirados últimos de la clase, siempre con el moco al aire, se me presentan hoy en mi memoria, cuando no como los actuales tocadores de los bombos nacionales, como los grandes culpables de que el país aún no tenga una sólida tradición democrática.

Hugo Chávez visita por tercera vez a Fidel Castro en el hospital. ¿Por qué ese imprevisto malestar leve al ver las imágenes? Son esencialmente dos militares totalitarios. Chávez, en la primera visita, le regaló a Castro un tazón que había pertenecido a Napoleón. Ignoro de dónde salió el tazón, pero sí que Chávez, tanto como escritor como pintor, es un artista frustrado, y que éste es un detalle que últimamente oculta en sus biografías oficiales, aunque lo que no puede esconder es su rabioso estilo militar, poco propicio para la poesía. "Le vamos a dar (a la oposición) un knockout fulminante el 3 de diciembre, ¡escríbanlo!", afirmó el otro día cuando anunció que quiere estar en el poder hasta 2031.

Chávez en mi escuela habría sido de los últimos de la clase, con malas notas en la asignatura de redacción y en la de dibujo, en todas salvo en gimnasia. No le soporto. Su reunión con Castro, por cierto, me recordó la del general De Gaulle con Franco cuando el primero, ya retirado de la política, visitó Madrid a mediados de los setenta, y le dijo al segundo: "Usted es el general Franco. Yo era el general De Gaulle". Desde aquella misteriosa frase que veo a De Gaulle (al que tenía por antiguo presidente de una república democrática) de una forma nada edificante.

Ni que decir tiene que los cambios actuales en el balompié me resultan del todo insoportables (y aquí entra Javier Marías que en Salvajes y sentimentales dijo que el fútbol es para muchos de nosotros la recuperación semanal de la infancia). Me agradaría, por ejemplo, que volvieran los partidos con dos puntos en juego y que se jugaran sólo los domingos a las cinco de la tarde, como antes. Y no me agrada, por ejemplo, toda celebración de un gol que no esté hecha con un sobrio y humilde puño al aire. En este sentido, las "celebraciones a lo cucaracha" de Ronaldo y compañía alcanzaron la temporada pasada el cenit del mal gusto. Como también me disgusta que los guardametas se decanten por el estilo del loco Gatti y olviden que la función fundamental del portero es ser espiritual y elegante.

Aunque prometí que a Veracruz y a sus playas lejanas no pensaba en la vida nunca volver, he vuelto. Regresé a Barcelona hace unos días. Y ya de nuevo en ella he tenido la impresión de que lejos, en México, tengo una dignidad que no tengo en mi país. Como si aquí fuera el prisionero de un entorno. O como si ese entorno no fuera el que realmente me corresponde. Tal vez me conocen demasiado. Pero cuando no me conocían, aún era peor.

Leve malestar grave a causa de esto. Del entorno me aburre mucho, por ejemplo, el ruido mediático que apoya la mediocridad de la política catalana de ahora; encuentro superficial y estúpida la adoración que despliegan los turistas hacia Gaudí; no entiendo por qué el Instituto Metropolitano del Taxi no ha multado a los cocheros que en el aeropuerto eligen a sus pasajeros y se niegan a llevar a según cuales; no comprendo por qué no han despedido al ineficiente director de la compañía Iberia; no entiendo que den cuatro miserables euros a los damnificados del día de la huelga salvaje del Prat; se me ha caído la cara de vergüenza con el aroma provinciano de TVE-3 al calcular el dinero que han dejado en Barcelona los congresistas internacionales de Cardiología, etcétera.

Leve malestar con el entorno y deseos de marcharme. Nunca olvido que debemos saber mantener el secreto vínculo que cada uno tiene con su propio Genius. Por eso tampoco olvido que hay que saber abandonarse a él: concederle todo aquello que nos pide, porque su exigencia es la nuestra, su felicidad es nuestra felicidad.

Al final uno descubre que sólo la infancia y la Muerte no cambian. El resto es la calle de en medio, toda llena de extraños cambalaches, de imprevistas contrariedades leves, algunas graves.

Enrique Vila-Matas es escritor.

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