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Acto de fe

Algunas veces, cuando íbamos a Córdoba a visitar a los abuelos, mi padre nos llevaba a pasear por el puente romano que vadea las dos orillas del Guadalquivir, y que de lejos, desde uno de los márgenes, siempre se asemejaba al espinazo de una criatura anquilosada y negra, detenida en el acto de saltar sobre las aguas. En el colegio nos habían enseñado que los romanos eran unos señores que habían vivido muchos años atrás, cuando las bombillas todavía no aclaraban la noche ni la locomotora había convertido el mundo en una sucesión de apeaderos, así que nos sorprendía que aquel monstruo imponente, que ellos habían elevado desde el légamo del fondo del río bloque a bloque y pieza a pieza, todavía se sostuviese en pie y soportase con filosófica paciencia que los autobuses y las reatas de turistas procesionaran por su espalda. Un día, intrigados por la tenacidad de la construcción, le preguntamos a papá si no desconfiaba, si no temía una traición de las junturas y los pilares que pudiese dar con nosotros en el agua mientras paseábamos inocentemente de una punta a otra de la ciudad. Muchas veces luego he recordado la respuesta de mi padre, a la que Petrarca hubiera asentido: "Me fío de él porque lleva dos mil años sin moverse. Menos me fío del puente de la autopista". Desde entonces, reconozco que no puedo evitar un escalofrío de congoja, o el picotazo de ese tábano molesto contra el que nada puede ningún insecticida, la incertidumbre, cada vez que tengo que recorrer con el coche un arco de hormigón que sobrevuela una carretera o atravieso el estómago de una montaña a lo largo de un túnel que parece no concluir jamás. La tecnología es una religión que exige actos de fe mucho más domésticos y rigurosos que los de ningún otro credo: subirse a un avión y confiar en que dentro de doce horas uno ocupará el extremo opuesto del mapa sin chapotear en el océano, dormirse en una camilla para permitir que a uno le arranquen el corazón del pecho y se lo reemplacen por otro que late más deportivamente, incluso presionar el botón del ascensor y asumir que la cabina violará los preceptos de la gravedad para conducirnos al undécimo piso en vez de dar con nuestros huesos en el sótano, son todos gestos más comprometidos y valientes que creer que uno puede ser tres a la vez y sin sufrir de esquizofrenia. Cada vez que accionamos un interruptor, estamos superando un examen de teología.

Pensé en todas estas cosas incómodas cuando supe del derribo del puente del metro sobre la SE-30, que podría haberse llevado consigo a decenas de feligreses animados por la misma fe intachable. La Junta, o los doctores de los despachos, achacaron la catástrofe a la gravedad, al cansancio de los materiales y a temperaturas que el cemento, como los abuelos del geriátrico, no puede soportar: pero el cerebro no se libera fácilmente de la sospecha de que esos accidentes son fortuitos y dependen de la astrología o de ese álgebra secreta que concierta matrimonios y hunde mercados de valores, el azar. Dicen que a partir de ahora la administración se hará cargo directamente de los trabajos y examinará con la escrupulosidad de los microscopios cada cimiento y cada riel sobre los que mañana se desplazará el vehículo que debe aliviar todas nuestras congestiones y retrasos. Que revisará lo construido hasta el momento en busca de desperfectos, grietas, amenazas y traiciones, por minúsculos que sean, hacia la futura seguridad de los pasajeros. Y aun así, persistirá la insidiosa, la desasosegante duda: cómo confiar en una obra que acumula un retraso de más de dos años, que se ha visto interrumpida hasta lo rocambolesco por averías en los instrumentos de trabajo, filtraciones en las instalaciones, escasez de material o incompetencia técnica; cómo sentarse en el sillón del convoy sin mirar de reojo la ventana mientras nuestro pobre cuerpo viaja en un recipiente de latón que horada el centro de la tierra, bajo bóvedas y túneles que soportan catedrales, rascacielos y alcantarillas. Lo que al fin y al cabo solicita la Junta de nosotros, al mejor estilo de la Conferencia Episcopal, es un, otro más, acto de fe: que cerremos los ojos y caminemos sobre las aguas sin mojarnos los tobillos.

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