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Publicidad contaminante

¡Sin novedad en el frente publicitario!, podrá ser el saludo de los aguerridos anunciantes a los ciudadanos que regresan a las trincheras de la vida cotidiana después de unas vacaciones que les mantuvieron, quizá, alejados de aquel frente. Encontrarán ingentes cantidades de mensajes no deseados en sus ordenadores, además de los que eliminaron en sus móviles, la prensa escrita plagada de anuncios, el paisaje urbano roto por vallas y murales con las campañas de otoño y, cuando conecten las televisiones, estatales o autonómicas, aparecerán las mismas tandas agobiantes de anuncios. De todos los medios y soportes en los que se cuelga la publicidad, la televisión sigue siendo el de impacto más eficaz al menos entre aquellas capas de población proclives a constituirse en audiencia cautiva: adolescentes, amas de casa, mayores.

A la vuelta de las vacaciones, volvemos a ser asaltados por los avisos publicitarios

No es cierto que los spots televisivos sean moralmente inocuos, entretenidos incluso, y que se limiten a informar sobre el objeto de la propuesta. Hace tiempo que los creadores publicitarios abandonaron toda pretensión informativa -¿qué información aporta, por ejemplo, exhibir determinado vehículo simplemente asociado a una musiquilla pegadiza?- para aplicarse a la construcción de una imagen seductora, a ser posible irresistible del objeto. La publicidad televisiva aunque se pretenda que va de capa caída ha logrado ya influir en creencias, estilos de vida, gustos, comportamientos sociales. Y eso no sólo como un efecto colateral respecto al propósito declarado de promover la venta de los objetos y servicios anunciados, sino que se erige en validación permanente del actual sistema de producción y de consumo y es -y no marginalmente- un elemento fundamental en la dominación ideológica de la derecha.

En 2005 las cadenas estatales y autonómicas emitieron 2.264.813 anuncios, lo que les supuso la friolera de 2.950 millones de euros de ingresos. De esos spots correspondieron a las cadenas públicas estatales TVE-1 y La 2 388.528, que puestos uno detrás de otro ocuparían 85 días de emisión continua de anuncios. Las cadenas públicas catalanas TV-3 y K-33 pasaron 195.755 spots, que equivalen, aplicando el cálculo anterior, a 43 días de emisión. Si cruzamos tan apabullantes datos con las respectivas deudas de RTVE -más de 7.500 millones de euros- y de la Corporación Catalana de Radio y Televisión (CCRTV) -más de 1.000 millones de euros-, al hartazgo del telespectador se une la irritación del contribuyente. Las televisiones generalistas privadas emitieron juntas más de 600.000 anuncios, pero viven de ello y, encima, reparten beneficios. Su contribución a los efectos negativos de la marea publicitaria es la misma, si bien pueden alegar en su descargo, sin que les exima de total responsabilidad, que no son un servicio público y que no reciben cuantiosas subvenciones públicas.

Si de media los españoles dedican unos 218 minutos al día a ver la televisión, si los canales abiertos cumplieran la norma comunitaria de 12 minutos de publicidad por hora de emisión a los que pueden añadir cinco minutos de autopromoción -norma con frecuencia vulnerada- y si el teleespectador no se defiende de la agresión recurriendo al zapping, un tercio del tiempo ante el televisor se lo llevan los anuncios. Pero al empacho ad nauseam del incontenible aluvión de anuncios hay que sumar los variados efectos contaminantes y corrosivos del gota a gota publicitario durante años. En primer lugar, la contaminación del propio medio televisivo. El spot y sus técnicas han fagocitado la autonomía y la calidad de los programas, hasta el punto de que se dice algo tan demoledor como que lo mejor de la televisión, lo más creativo y entretenido son los anuncios y que los programas sólo son pausas de puro trámite entre espacios publicitarios. ¿Qué credibilidad merecen una alocución institucional, un telediario, un reportaje, una entrevista, un debate... enmarcados o interrumpidos por anuncios cuyo contenido contradice las más de las veces los valores o situaciones evocados en el programa? En cambio, generalmente el anuncio está en perfecta sintonía con la telebasura, forma con ella un continuo de entretenimiento bajo, que llega sin reparo a la bajeza moral.

También sufren el lenguaje y la política. El mensaje del anuncio busca el impacto directo, intenta provocar la atención a veces a gritos, otras en tono melifluo, casi siempre retorciendo el sentido recto de las palabras, modificando el vocablo, creando neologismos aberrantes. La publicidad televisiva ha conformado una forma de ver y entender que la mayoría de los políticos, más preocupados por ser vistos y entendidos en sus sentencias simples, que por convencer y ser comprendidos, encuentran en la técnica del spot su mejor escuela de expresión. Y, por supuesto, se corroen los valores, los tradicionales y los nuevos, sometidos todos ellos a la caricaturización y a la contravaloración: frente a la solidaridad, individualismo feroz, frente a la mesura, consumo compulsivo. Sobrecoge la frívola parcialidad de los anuncios que sólo presentan la función de consumir y ocultan, como si no existiera, la previa, sufrida y crucial en el progreso de la humanidad función de producir. En los anuncios no aparecen los que trabajan. Los intérpretes y destinatarios del cuento publicitario son los consumidores, aunque para millones de telespectadores el objeto anunciado sólo se ofrece al consumo de la mirada por resultar el consumo del objeto real inaccesible o prescindible.

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La solución al hartazgo de anuncios en la televisión pública no es la integración de los mensajes publicitarios en los programas, como pretenden los anunciantes y se practica ya -la publicidad por otros medios sigue siendo publicidad-, sino su supresión progresiva, introduciendo modelos de financiación por canon y subvenciones controladas, aplicados con éxito en otras televisiones públicas europeas.

Jordi Garcia-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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