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Columna
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Dos amigos

Manuel Vicent

Este verano, a mitad de agosto, vino Ella con la guadaña y de un solo tajo, el mismo día, segó a dos de mis mejores amigos. Uno era cartesiano y no abandonó nunca su asombro ante la estupidez humana; el otro era orgiástico y parecía haber venido a este mundo a agarrar todos los deseos por el rabo. Con los dos había realizado diversas travesías. Con Jolís había navegado en su barco a las islas muchos años. A este amigo lo llevo asociado a los placeres del mar, a las sobremesas llenas de risas en los días placenteros. Cuando zarpábamos de noche, a veces dejábamos en el puerto las melodías de boleros de algún baile de verbena y la voz edulcorada del vocalista nos seguía hasta alta mar y finalmente se perdía junto con las luces del faro de la Nao. En esas travesías hacia Formentera, mientras Jolis atendía al piloto automático, yo iba a su lado tumbado en la cubierta boca arriba. Algunas veces imaginaba que los amigos y amores de juventud que ya habían muerto estaban en una de las estrellas. Hemos entregado las cenizas de Jolís al mar de Denia y yo quise que las acompañara su gorra de navegante gastada, breada e impregnada de salitre. Aunque sus cenizas hayan pasado a ser alimento de las doradas, en adelante Jolís estará habitando siempre en Altair, una de las estrellas del Triángulo de Verano y en la próxima travesía nocturna, cuando suene una música de bolero en alta mar, pensaré que él toca el saxo en esa orquesta desde un punto del universo. Este verano vino Ella con la guadaña y se llevó también a Carlos Luís Álvarez, otro amigo con el que he navegado muchas veces por el asfalto más duro de Madrid. Eran otras travesías, otras risas compartidas desde su inteligencia desesperada. Tiempos de la revista Hermano Lobo. No creo que Carlos Luís haya sido nunca tan feliz escribiendo como en aquellos días en que, inmiscuido en aquel grupo de humoristas cínicos e irreverentes, él pudo convertir por primera vez su miedo reverencial en un sarcasmo apasionado. Entre aquella pandilla de desalmados era el más desvalido, el que llegó arrastrando más heridas íntimas, pero también el más inteligente. Vendrá otro verano y Jolís ya no estará esperando con una botella de ron en la cubierta de su barco dispuesto a zarpar. Llegaré a Madrid y la silla de Carlos Luís en la mesa del restaurante también estará vacía, pero los dos tendrán en mi memoria una sola tumba y en ella, mientras viva, habitará la inteligencia y los placeres, que me regalaron estos dos amigos cuando aun eran inmortales.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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