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La magia impresa

Enrique Gil Calvo

A la vejez, viruelas. Hace casi medio siglo que deserté sin re-mordimiento de cualquier práctica religiosa. Y desde entonces me he venido considerando un escéptico, un racionalista contumaz y un agnóstico convencido. Pero ahora ya no lo tengo tan claro. Hete aquí que de pronto, cuando me adentro en el último tercio de mi vida, acabo de descubrirme recayendo en algo que recuerda demasiado a la vieja práctica religiosa de mi niñez. Todos los domingos, como si me asaltase algún reflejo condicionado semejante a los que hacían salivar a los perros de Pavlov, me dirijo a mi librería de guardia y me reclino ante los anaqueles, adorando con delectación a mis ídolos de letra impresa a la espera de comulgar con sus litúrgicas páginas. Y tras la mística experiencia, acuciado por mi pasión sagrada, no puedo menos que recaer de nuevo en la tentación de adquirir material impreso, por mucho que sufra mi menguada cuenta bancaria de funcionario docente.

Después hago examen de conciencia y trato de analizar los motivos ocultos de tan incorregible adicción. ¿Se trata de un vicio adquirido como los de beber o fumar, que sólo se sacia momentáneamente consumiendo su dosis semanal o diaria? ¿Me dejo llevar por el consumismo hedonista al que me persuade la mercadotecnia editorial? ¿O soy víctima de una inconsciente regresión edípica reprimida durante mi infancia, ahora sublimada mediante la dependencia materna de la letra impresa? Tras mucho pensarlo, y para tranquilidad de mi mala conciencia, he llegado a una conclusión: no se trata de ningún vicio perverso, ni tampoco de una regresión freudiana, sino de un hábito adquirido que revela mi prosaica dependencia del pensamiento mágico. Sencillamente, me comporto como si creyera que, consumiendo letra impresa, adquiriré unos poderes mágicos que me servirán para manipular la realidad en mi propio interés. De este modo utilizo los libros como si fueran conjuros, talismanes, amuletos o fetiches: objetos mágicos que permiten abrigar la fantasía de que gracias a ellos se controla la realidad a distancia para manipularla a voluntad.

El pensamiento mágico consiste en ignorar o despreciar las relaciones de causa a efecto que rigen la realidad objetiva para sustituirlas por otras relaciones imaginarias y metafóricas pero falsas y mendaces, aunque subjetivamente gratificantes, que no actúan por causalidad sino por casualidad, y que permiten engañarse a sí mismo confundiendo la realidad con los propios deseos.

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Deshojar la margarita para creerse amado, clavar alfileres en la efigie de alguien odiado, o decir sésamo ábrete para remover obstáculos, son los ejemplos más conocidos. Pero hay otros bastante más comunes, como sucede con la adoración por las últimas novedades recién inventadas: objetos mágicos dotados de poderes especiales que prometen hacernos más fuertes y felices. Algo que ya describió Vladímir Propp en su Morfología del cuento, pues el héroe de los relatos fantásticos siempre triunfa gracias a los poderes especiales que le confieren ciertos "objetos mágicos", desde la alfombra voladora de Simbad hasta el ordenador portátil de Matrix. Por eso Weber sostuvo que la magia, como arte de manipular la realidad, es la fuente de todo carisma, de la que procede tanto la religión como la ciencia, y tanto la cultura como la guerra.

Hoy sabemos que la realidad objetiva sólo puede controlarse con la ciencia y la técnica, y no con conjuros mágicos (aunque no debe olvidarse que el precursor de la ciencia moderna, Roger Bacon, fue el último mago auténtico). Pero el pensamiento mágico sigue perviviendo en las virtudes salvadoras que se atribuyen a la guerra y la cultura.

Es la vieja polémica entre las armas y las letras (o la pluma y la espada, dicho al estilo del Quijote), como magias supremas que compiten por ver quién consigue mayor dominio sobre la realidad.

Los guerreros terroristas y antiterroristas (las dos caras del fascismo) siguen creyéndose héroes mesiánicos capaces de salvar a su comunidad gracias al uso de esos objetos mágicos que son las armas y los atentados. Pero frente a ellos están los antihéroes intelectuales, herederos de la Ilustración, que cifran en las letras toda esperanza de salvación. Es la magia impresa, opuesta tanto a la magia blanca de la religión como a la magia negra de la guerra (por mucho que sacerdotes y guerreros hayan abusado con profusión de la propaganda impresa): una magia impresa iniciada en el siglo XVII con la revolución de la imprenta y desencadenante en el XVIII de la revolución lectora.

Si la cultura del libro pudo predominar, hasta que sucumbió ante la revolución digital, fue gracias precisamente a las virtudes mágicas que se atribuían a la lectura, como senda de salvación personal y redención colectiva. Era esa misma magia impresa de la que yo también participé, como tantos otros de mi propia generación, cuando me salvé de la religión y del fascismo gracias a la lectura juvenil. Pero eso fue al precio de caer en el pensamiento mágico, que me llevó a creer que la verdadera vida estaba encerrada en los libros, fuera de la realidad objetiva. De ahí que me acostumbrase a pensar que para controlar mi vida bastaba con devorar libros, como objetos mágicos que atesoraban las fórmulas secretas capaces de controlar y manipular la realidad. Y hoy, cuando mi ciclo vital comienza a declinar, regreso a mi adicción adolescente a la magia impresa, adquiriendo libros como si fueran una especie vicaria de Viagra intelectual.

Al menos ahora ya he aprendido algo que en mi adolescencia no podía sospechar, y es que la magia impresa no existe, porque la vida no está en los libros sino fuera de ellos, en la contingente y aciaga realidad. Si la vida fuera como los libros, sería lineal, estaría ordenada y tendría sentido último. Pero no es así, sino que es incoherente, entrecruzada, contradictoria y absurda: un cuento idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada. Algo que sólo se aprende viviendo, y nunca jamás en los libros.

Entonces, ¿cuál es la moraleja que se desprende de mi historieta? Que no hay mal que por bien no venga. Extinguida la Galaxia Gütenberg, Occidente ha dejado de creer en la magia impresa para pasar a creer con fe de carbonero en la magia digital, comulgando con las ruedas de molino que nos vende la industria informática a título de objetos mágicos. Pero gracias a eso, ahora ya podemos reconsiderar a los libros en su justa dimensión, una vez despojados de su magia impresa y reducidos a su verdadero carácter notarial de relatos parciales que dan testimonio de nuestro tiempo. Nada más pero nada menos.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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