En tren y en Marruecos
Siguiendo con mi costumbre dominical, la mañana del día 20, mientras ojeaba las páginas de EL PAÍS me detuve sorprendido ante una palabra inédita (quizá) en este prestigioso diario: Taza, el nombre de una ciudad olvidada al noreste de Marruecos, entre las montañas del Rifas y las cimas del Atlas. El artículo de dos páginas era una crónica titulada Tren nocturno a Taza, en la que su autor, Pablo Ordaz, nos contaba sus vivencias a lo largo de un largo trayecto que va desde la superurbe Casablanca hasta Taza. El cronista fue capaz de destacar unos detalles de la vida diaria de los marroquíes con sus modos y modales, cosa que se escapa normalmente a los turistas teledirigidos y que rompen con muchos tópicos y prejuicios que ponen a todo el pueblo marroquí en el mismo cesto. Deja patente la imagen de un pueblo al límite entre lo oriental y lo occidental (la joven y su novio), entre lo europeo y lo africano (el abuelo y su nieto) y entre las luces del desarrollo y las sombras de la ignorancia, la pobreza y la corrupción.
Este artículo es de los pocos que han hecho hablar a la gente de a pie y que han dejado sonar los latidos de la cotidianidad en Marruecos, lejos de los tapujos de los hipócritas y las críticas mordaces de los malpensados.
El ferrocarril que condujo al autor hasta este recóndito lugar del Marruecos marginal puede ser una imagen en miniatura del tren de desarrollo en que estamos montados todos los marroquíes (desde los de primera clase y hasta los de la última). Está destartalado y se le cruzan muchos ciegos en el camino; es lento y llega con bastante retraso a muchas estaciones; no obstante, mantiene su curso y con el esfuerzo de los que están a bordo y el apoyo de los que están fuera, tarde o temprano llegará a su destino, porque si no correrá el riesgo de un choque frontal.
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