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HISTORIAS DE FAMILIA

Salón de actos

Cuando escribo Salón de actos no puedo remediarlo, se me vienen a la cabeza el imaginable salón de pensamientos, el apetecible salón de los deseos o la cotidiana sala de estar, con la posibilidad alarmante de que ésta cambie de escuela filosófica y se convierta en la abrumadora sala de ser.

La verdad es que los que se inventan los nombres piensan poco en las consecuencias de sus decisiones. ¿A quién se le ocurriría, por ejemplo, llamar Ministerio del Interior al de la policía y los gobernadores civiles? El interior de uno es de uno y no es menester que se lo administre nadie, a no ser que guiado por alguna fe, delegue uno en los ministros de esa fe; pero nunca, que sepa yo, en la policía o en los gobernadores civiles. El Ministerio del Aire es otra cosa, etéreo por definición. Antes, si llamabas a sus oficinas, para hablar con un sargento que en sus ratos libres hacía fotos de cuadros en las galerías de arte -caso real-, la telefonista te decía, a cualquier hora, incluso los lunes por la mañana temprano: "Aire. Dígame". Una hermosura.

Volvamos a los actos. ¿No son todos los salones salones de actos? ¿Para qué están si no? Digo yo, sin ir más lejos que al dormitorio, sin menospreciar otros ámbitos para ello, habría que llamarlo salón del acto.

¿No será que se inventaron el nombre los padres escolapios de Albacete? Lo digo porque...

El salón de actos de las Escuelas Pías de Albacete entre los años 1954 y 1958 era, como poco, uno y trino, por lo que no me extraña que los reverendos que regían la institución por aquel entonces no acertaran a bautizarlo más ajustadamente. En definitiva, creo yo, hubieran querido llamarlo, y no se atrevieron, "Salón de actos de todo tipo". Pues bien, en la polivalencia apabullante de aquel espacio más que simbólico inauguré yo como quien dice la práctica pública de mi pasado.

Las dos paredes más largas del rectángulo aquel eran paredes, pero las otras dos paredes más cortas no eran paredes: una, ocupada en casi toda su extensión por unas puertas correderas, acotaba un espacio en cuyo centro se hallaba un altar, el altar, flanqueado por dos confesionarios. Abiertas las puertas y alineadas decenas de sillas cara al Santísimo, toda la sala se convertía en capilla. Cerradas las puertas, y giradas las sillas 180 grados, cara a un escenario oculto tras unas cortinas, en salón de actos. Y, cubiertas las cortinas del escenario por unas sábanas, cosidas unas a otras a modo de pantalla, en cine dominical. Allí teníamos, pues, a nuestro alcance desde el Cuerpo y la Sangre de Cristo hasta las praderas del oeste americano, sin olvidar la zozobra trimestral de la lectura de calificaciones desde el escenario. Y más actos.

Yo tomé la primera comunión -instruido por los escolapios- sin saber lo que era ni fornicar, ni no fornicar, ni desear a la mujer de tu prójimo, ni codiciar los bienes ajenos. El desconocimiento por mi parte del supuesto sentido de aquellos mandamientos hizo que comulgara a diario, sin confesarme y en pecado mortal durante meses, después de mi primera comunión. ¿Pero que tenía que ver la fornicación del Decálogo con lo que yo hacía en el retrete? Ni con nada. ¿Dónde está escrito en las tablas de Moisés: "No te la menees, chaval"? Así, a las claras. Los únicos pecados mortales a nuestro alcance, según nos habían repetido mil veces los curas, eran no guardar ayuno antes de comulgar durante ocho horas y masticar la Hostia. Y buenos problemas que tuve yo con las dos cosas.

¿Codiciarían los bienes ajenos los gratuitos de mi colegio? A los gratuitos -uniforme distinto, aulas distintas, recreo a horas distintas, otros profesores- les daban un vaso con unos polvos blancos que ellos rellenaban en el grifo del patio hasta tres veces, con la ilusión de que aquel líquido turbio del tercer relleno siguiera siendo leche. Yo lo veía desde mi pupitre con los mismos ojos con los que veía a la criada de los M., hijos de una de las familias más ricas de Albacete, aparecer en el aula de vez en cuando con dos helados "porque a los señoritos no les había dado tiempo de tomar el postre". Y se lo tomaban allí, ante nuestros morros y amparados por la sonrisa del cura.

¿Nos confesábamos de aquellos pecados en el salón capilla? Yo no, por no saberme empecatado; pero cuando, al cabo de unos meses, lo hice, no recuerdo en qué términos me referí a los hechos ni la penitencia de la que fui acreedor. Sólo recuerdo la mano del cura buscando mis paletillas por debajo de mi camisa. Y como las sobó, un rato mediano y al ritmo de su admonición. El sobo, y no por parte del mismo sacerdote, se repitió dos o tres veces mientras yo recitaba la lección, subido a la tarima, a la vera del cura de almas y maestro de asignatura correspondiente.

Apagadas las luces, el S., un escolapio gordinflón de carácter aparatoso, le daba a comer un plátano, bocado a bocado, durante la sesión dominical de cine a un interno que siempre se sentaba a su lado. En el salón capilla cine, con el Santísimo a sus espaldas, detrás de las puertas correderas. Otro cura le arrancó una oreja a tirones a mi amigo L. Ese mismo cura le clavó un puntero en la espalda a N. No había término medio: o nos tundían a palos o nos acariciaban mimosos.

La primera película que vi en aquel sitio fue La túnica sagrada. La primera que vi en mi vida Balarrasa. Mi primer recuerdo: la comadrona con mi hermana recién nacida, tres años menor que yo, en sus manos: "Tan pequeña, la cría, y ya tiene almorranas", diagnosticaba al verle el centro del cuerpo. Mi primera mentira: "Yo no he sido", para que no me pegara mi madre. Mi primera película no tolerada El último cuplé, desde la terraza de mi prima Carmiña, desde la que se veía la pantalla del cine Avenida, de verano, en un corral, al aire libre.

Supe años después de haber salido de las Escuelas Pias de Albacete que aquellas servían de "penal regional" de los escolapios, que provenientes en su mayoría de la región valenciana, eran allí arrumbados para que purgaran en secano. Yo creo que más que penar pecados los practicaban descaradamente. De todo lo que ocurría en aquel polivalente salón de actos, se me han olvidado, y nunca mejor dicho a Dios gracias, la culpa y el pecado. Y me quedan el cine, sin plátano, y una amplia supervivencia en la que navegar con códigos propios.

Estamos hechos de pasado. Somos sólo pasado. Y, para bien y para mal, el pasado no hay quien nos lo quite. El presente no acaba de ser nunca. Lo que es presente al empezar a escribir esta frase -"lo que"- deja de serlo al llegar a "serlo". El pasado, hasta del que nos absuelven los curas, según doctrina, puede cristalizar en estalactitas o estalagmitas en la cueva de cada uno. Suele hacerlo, y se convive como se puede con él. El presente es gaseoso, pasto de apariencias poco contrastadas. Letras en un periódico, que uno lee a saltos.

Los compañeros de José Luis Cuerda en las Escuelas Pías de Albacete.
Los compañeros de José Luis Cuerda en las Escuelas Pías de Albacete.

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