Cerrado por vacaciones
Cada vez se queda más gente en agosto en Madrid, todos a la caza de un bar abierto donde tomarse un café, de un quiosco donde comprar el periódico, de un supermercado. Los que hay cerca de mi casa cerraban el sábado 29 de julio y tuve un forcejeo con otro cliente por la última bolsa de patatas. Habrá que comer en restaurantes, si no fuera porque los que más nos gustan también han cerrado.
Antes, la ciudad se vaciaba y donde mejor se podía pasar el mes de agosto era precisamente aquí. Parecía que uno se adueñaba de sus calles, de sus cines. Mientras que a algunos amigos les prestaban un apartamento en la playa, a otros, por las buenas, nos prestaban Madrid. Ahora el éxodo, aunque continúe siendo importante, no se nota tanto quizá porque somos muchos más, y los cierres echados de los negocios crean un silencio extraño, una tranquilidad paradójicamente inquietante. Miramos para un lado y otro de la calle algo desorientados, como en medio de un decorado tras cuyas puertas y ventanas no hay nada. La tienda de fotos la han forrado de persianas metálicas como una caja fuerte, tal vez conscientes de lo que vale una imagen hoy día, y si algo guardan ellos son miles de imágenes, tal vez millones.
Se capturan tantas imágenes por segundo en el mundo que una se pregunta si no estaremos generando demasiada basura virtual. Porque ¿adónde va a parar tanto vídeo y tanta foto? Hubo un tiempo en que estas cosas se dejaban para momentos puntuales de nuestra vida. El álbum de fotos del bautizo, el vídeo de la boda, de las vacaciones a Bulgaria, los más atrevidos filmaban el nacimiento del niño. Y el resto del tiempo se descansaba. Ahora es constante. Estás cenando con la peña y hay uno que se dedica a mirar a los otros a través del móvil, como si en esa pantalla estuviese mirando a gente importante y no a los pringados que tiene enfrente. No hace mucho tuve una cena en que ninguno debíamos de tener ganas de hablar porque empuñamos nuestros móviles y empezamos a sacarnos unos a otros. Y en medio de frases intrascendentes, y con el visionado al instante de fotos de nosotros mismos (algunas espantosas, ¿seríamos así?) que aún permanecíamos allí casi en la misma postura, se pasó el tiempo. Sin embargo, cuando volví a verlas el día siguiente, riéndome, juntando la cabeza con otras y haciendo cosas que no recordaba haber hecho, me pareció que lo había pasado francamente bien, hasta el punto de sentir cierta nostalgia por aquella noche. Me había divertido a lo grande, y si no llega a ser por estas imágenes ni me habría dado cuenta. Así que quizá no sea tan absurdo, grabamos la vida para tener constancia de haberla vivido. Hacemos tantas cosas al cabo del día en las que ni reparamos, encender el ordenador, mirar por la ventana, saludar a un vecino, subir las escaleras. Ahora bien, si lo grabásemos ya no lo olvidaríamos por completo y sabríamos que lo habíamos hecho. Por lo que no es tan descabellado pensar que llegará un momento en que llevaremos incorporada una nanocámara que lo irá registrando todo para que lo vivido no se pierda con la propia vida. Podría ser una manera de darle un poco más de cuerda al tiempo de cada uno, sin tener que dejar de hacer otras cosas para centrarse en el propio acto de grabar.
Se me dirá que la imagen no produce basura porque se puede borrar, eliminar, de lo que no estoy tan segura. ¿Quién nos certifica que no permanecen fragmentos flotando en el aire y formando un extraño tejido, seguramente incomprensible, del que nosotros formamos parte sin saberlo? Los turistas que visitan Madrid estos días, y que le dan a la ciudad un aire más irreal todavía, toman sin parar imágenes donde puede que casualmente estemos alguno de nosotros, que seremos trasladados a otros países donde emprenderemos una nueva vida hecha a retazos de otras vidas y plagada de incongruencias. En esa vida ocurrirán hechos incomprensibles y muchas veces nos preguntaremos si estamos soñando o despiertos, porque no encontraremos una lógica clara en el devenir de la existencia. Mary Shelley era un genio, al crear a Frankenstein estaba avanzando un mundo compuesto de trozos de otros mundos, cuya unión e hilo conductor había que inventar, un mundo quebradizo y frágil porque no sabía de dónde venía ni adónde iba.
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