Ídolos del espacio en Washington
El Museo del Aire y otras visitas en una ciudad trazada a escala gigante
Por lo general, siempre acabamos encontrando a alguien que afirma conocer un país, y lo dice con aplomo. Cada vez que escucho una declaración semejante, mi perplejidad asciende al rojo vivo. ¿Quién puede decir sin sonrojo una cosa así? Una milésima de percepción constituye un pozo insondable.
Conocer un país de la vastedad de Estados Unidos se me antoja una quimera. Pero me figuro que quien pretenda acometer esa empresa deberá pasearse por Washington.
Quiero aportar un ingrediente a la imposible fórmula alquímica que pretende saber qué son los Estados Unidos, y que tiene en Washington su peculiar materialización arquitectónica: el desquiciamiento de la escala. Todo en EE UU -todo en el continente americano- tiende a lo colosal, según una transustanciación obrada en las cosas por imitación de la naturaleza. Los ríos, las cordilleras, las pampas, los desiertos, los valles de América han sido diseñados por un azar gigantista, y en los Estados Unidos ese gigantismo se ha constituido en un patrón de medida. La escala con que la vida se construye y se nos aparece es otra distinta a la europea. Sin embargo, esa paradójica escala de la enormidad revela a la vez una medida humana, armónica. Digamos que la uniformidad en la demasía crea su equilibrio, alcanza su ley.
Washington ejemplifica con su presencia el principio soterrado de la escala norteamericana, y que se rige por el horror a lo mínimo, por el espanto hacia lo pequeño. De ahí que sus desayunos resulten interminables; sus coches, berlinas; sus envases, familiares; sus tormentas, ciclones. De ahí, tal vez, que cuando Estados Unidos acierte suponga un beneficio universal, y que cuando se equivoque represente una catástrofe para el mundo.
Inclinación ciclópea
En nuestro apetito por interpretar, por traducir lo real con que nos tropezamos, no considero que resulte impropio considerar Washington, la capital, como un capital principio de acceso a esa inclinación ciclópea por la que se rigen los Estados Unidos. Me refiero, claro está, al Washington canónico, al de las postales, al escenario monumental de las grandes ficciones cinematográficas: The Mall, esa escenografía de la historia americana, trazada con un ojo puesto en los Campos Elíseos parisienses y otro en los sueños domésticos.
Caminando a la deriva por esta inmensa zona turística y a la vez oficial, uno comprende la importancia del espacio público y su vocación simbólica. La importancia de su simbolismo público y privado. Somos criaturas que necesitamos de las metáforas y que nos reconocemos en ellas a campo abierto, al aire libre, tanto como en la intimidad de nuestra conciencia.
El paseante debería sentarse en las escaleras del Lincoln Memorial a tomarse un helado -como hace Clint Eastwood en En la línea de fuego-, guardadas las espaldas por la estatua de seis metros del viejo presidente en su poltrona. Desde allí se disfruta de una vista inmejorable de The Mall, y uno puede entregarse a las curiosidades de la perspectiva. A sus pies tendrá el estanque (the reflecting pool) ante el que pronunciaron sus alocuciones lo mismo Martin Luther King que Forrest Gump. A lo lejos verá la cúpula vaticana del Capitolio, y en medio del gran paseo, el Obelisco (que aspira a ser un rascacielos en virtud del mismo principio por el que un rascacielos aspira a ser una ciudad en vertical).
Alrededor del Lincoln Memorial se encuentran los distintos monumentos conmemorativos de ciertas grandes guerras: la II Guerra Mundial, la de Corea, la de Vietnam. Resulta aleccionadora esta mezcla de sobriedad, jactancia, respeto y circunspección con que Estados Unidos se celebra a sí mismo.
Espíritu de San Luis
A lo largo de Madison Drive y Jefferson Drive se encuentran alineados los principales museos -gratuitos- de la ciudad, pertenecientes muchos de ellos al Smithsonian Institute. Hay para todos los gustos y aficiones: la Galería Nacional de Arte, el Museo Nacional de Historia Americana, el Museo Nacional de Historia Natural. Resulta especialmente curioso el Museo Nacional del Aire y el Espacio, en donde se encarna una faceta muy visible de la mitología americana, que ya es la mitología de casi todos nosotros, entreverada de nuevo con caracteres de la realidad y la ficción. En sus salas, el visitante encontrará lo mismo el Spirit of Saint Louis con el que Lindberg cruzó el Atlántico que los originales de las cápsulas espaciales Apollo, y logrará culminar la fantasía de cualquier humano que contempla la Luna: tocarla con sus propias manos, aunque sólo sea la Luna en un fragmento de roca.
Washington erige en su faceta más conocida el emblema orgulloso del amor por lo propio en desmesura. Difunde el aroma de una belleza colosal, como la que tienen los desfiles, como la que cantaba William Faulkner en una de sus extraordinarias novelas sobre el profundo Sur: el orgullo de las viejas banderas en el polvo.
Carlos Marzal (Valencia, 1961) fue premio Nacional de Poesía en 2002. Su primera novela se titula Los reinos de la casualidad (Tusquets, 2005)
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