Sierras, calas y decorados
Cuando se nos dice que Almería es una de las provincias más montañosas de España nos lo podemos creer. Sólo hay que echar un vistazo por la ventanilla del avión a ese entramado de pirámides marrones, que se comen el terreno unas a otras sin orden ni concierto. Para no confundirnos y desentrañar este mar de picos de cartón, lo mejor es coger un mapa, donde todo parece más organizado, y recorrer con la vista Sierra María, Sierra de las Estancias, Sierra de Filabres, Sierra Nevada, Sierra de Gádor, de Gata, Cabrera o Sierra Alamilla y las que me dejo. Precisamente en Sierra Alamilla hay unos baños termales que, por su vegetación, parecen un oasis. Y es que, aunque lo que más se retenga en la retina de esta tierra sean las playas, las palmeras, el desierto y los invernaderos, sus parajes son un pozo sin fondo. De hecho, si detenemos el dedo con que recorremos nuestro mapa en Sorbas, podríamos visitar las cuevas excavadas en roca de yeso. Dicen que esta roca es transparente como el cristal y que brilla en la oscuridad. Se trata de formaciones kársticas que se producen por la acción del agua del río Aguas en el yeso. Un folleto del hotel ofrece tres rutas alternativas, según el grado de dificultad de las galerías y de agilidad de los excursionistas. En la primera, como mucho, hay que trepar unas rocas y gatear un poco. La segunda posibilidad se complica algo más y la tercera se desarrolla en la galería más importante, llamada Cueva del Tesoro, donde por lo visto los cristales son espectaculares. Me apuntaría corriendo si no fuera porque hay que ir equipado con arnés y cuerda porque el camino es tan difícil que hay que rapelar unos metros. ¿Alguien se atreve?
No es extraño que el arrecife de Las Sirenas haya desarrollado su propia leyenda
En esta tierra como en ninguna otra sus paisajes se entrelazan con la historia, la arquitectura, la pintura, la literatura, el cine. En todos los campos ha dado buena cosecha y para no hacer una larga lista de nombres ilustres todos ellos pueden ser representados por Nicolás Salmerón, presidente de la Primera República. Y desde hace mucho circula la leyenda, junto a la de su crionización, de que Walt Disney nació en Mojácar. Encabezando esta historia hay que poner la palabra "supuestamente". Porque supuestamente habría sido el hijo de una lavandera que se habría quedado embarazada del médico del pueblo sin casarse. Como madre soltera habría recibido el rechazo social y tendría que haberse visto obligada a emigrar a Estados Unidos, donde, agobiada por la penuria, habría dado a su hijo, que en realidad se llamaría José Guirao Zamora, en adopción a la pareja Elias y Flora Disney. Las sospechas las habría levantado el hecho de que en los años cuarenta el mismo Walt Disney habría enviado a Mojácar a unos detectives o gente de confianza a rebuscar en los archivos parroquiales.
Quien nació aquí de verdad es el taxista que me acompaña en algunos de mis recorridos. Entre las muchas cosas que me comenta está el que en los últimos cuatro años ha habido unos 500 matrimonios de agricultores con rusas, con divorcios de sus nativas esposas de por medio. Parece una cifra exagerada y tal vez habría que comprobarla, pero yo me la creo. ¿No tendrá también algo de leyenda urbana esa fiebre que les entra a hombres metidos en años que de pronto se encuentran con dinero generado por el boom de los invernaderos, o por lo que sea, y la posibilidad de emparejarse con beldades del Este? Supuestamente, se divorcian de sus mujeres de toda la vida para casarse con estas otras que luego, en cuanto han conseguido lo que quieren, les dejan colgados.
Aunque los invernaderos en Almería están por todas partes, se han unido con fuerza al nombre de El Ejido, un lugar donde antaño bajaba a pasar el invierno el ganado desde la sierra. Ahora también es llamada la huerta de Europa por el alto rendimiento de este invento, que comenzó siendo un plástico sujeto por cuatro palos. Ahora precisamente, en los meses de julio y agosto, se hace imposible trabajar en su interior y no se aprecia ese hormigueo entre las laberínticas calles que van trazando las moles de plástico y que debe de haber el resto del año. Su riqueza lo ha convertido en uno de los municipios más grandes. Ahora están dormidos, en silencio, esperando que pase la siesta. Al contrario que en otros terrenos, el distinto tono de los cultivos compone una alfombra colorida, aquí, desde arriba, da la impresión de que ha caído una lluvia de folios, los más blancos son consecuencia de aplicar una mano de cal para ponerle alguna barrera al sol. Aunque los invernaderos cada vez son más sofisticados y los pesticidas que se usan en los cultivos no son tan fuertes como hace años, los ecologistas no dejan de advertir sobre las toneladas de residuos que generan.
A los habitantes de El Ejido no les hace gracia que se les recuerden los sucesos de corte racista de hace seis años. Es éste un tema delicado que levanta muchas susceptibilidades. Por una parte, su gran desarrollo va unido a la inmigración; por otra, hay que acostumbrarse a los nuevos tiempos. Sólo en Roquetas hay unas 100 nacionalidades diferentes, según mi taxista, que es de allí, por lo que me lo creo. Al principio la gran afluencia era africana, ahora los doblan en número los rumanos. El Ejido se ha convertido en un emblema del enriquecimiento rápido. Y en efecto, en un paseo por el pueblo se perciben señales externas de dinero que corre. Coches lujosos y muchos bancos. He leído que hay unos cincuenta, puede que sea cierto. Sin embargo, el pueblo tiene un aire austero, como si no se tuviese tiempo para florituras. Es uno de esos lugares en que habría que pasar un cierto tiempo para comprender y saber cómo se vive allí.
Por lo pronto su aspecto no tiene nada que ver con el de un centro turístico como Roquetas o su pedanía Aguadulce, donde regreso muerta de calor. Le comento al conserje del hotel que no veo a muchos extranjeros y me explica que el grueso de ingleses y alemanes viene a partir de septiembre. Ahora las instalaciones las dominan fundamentalmente las familias españolas y los cursos de verano de la universidad. Desde Aguadulce los amigos almerienses y yo emprendemos una visita a Cabo de Gata. Hay que bordear la montaña y el mar por una carretera tortuosa que en otros tiempos debió ser un suplicio, pero que se considera que es mejor no agrandar para no dañar el entorno. Las laderas de la montaña están cubiertas de malla. Laderas envueltas en malla y campos cubiertos de plástico, como si por estas tierras hubiese pasado el artista Christo haciendo de las suyas.
El Parque Natural Cabo de Gata es más que hermoso. Las rocas escarpadas y oscuras forman figuras inquietantes. El agua es de un azul profundo, y la luz transparente señala cada pliegue y cada grieta de la piedra. Le hace a uno pensar en lo desconocido, en lo misterioso, en piratas y en aventuras. Precisamente, en alguno de estos lugares hay un castillo de piratas de verdad, lo que resulta más irreal aún. No es extraño, pues, que el arrecife de Las Sirenas, con sus agujas rocosas emergiendo del mar, haya desarrollado su propia leyenda, emparentada con la homérica. Lo contemplamos despeinados por la brisa desde un mirador bajo el faro. Se sabe que está ahí y al mismo tiempo tiene el poder de parecer inalcanzable. Quizá porque no se deja de ver su foto o su representación de cualquier forma por aquí y por allá, simbolizando a Almería, como el faro y como el omnipresente Indalo.
A una le gustaría bañarse en cada cala solitaria, de un oscuro primitivo, que vamos encontrando. Tiene de todo Cabo de Gata, sierra, playa ancha, calas, dunas, humedales y salinas. También dan ganas de acercarse y meter el dedo en los montones blancos y relucientes de sal. Fueron como siempre los romanos los que comenzaron aquí este tipo de explotación, preparaban hasta salazones. Ya se sabe que salario viene de sal. Era la cantidad que se entregaba a los soldados para que se comprasen sal. En perfecta armonía, se conservan las blancas y discretas casitas de los trabajadores de las salinas. ¡Menudas vistas tienen las casitas!, salvo algún estropicio aislado que rompe el conjunto. También me gustaría tener una casa en la Isleta del Moro, un pequeño pueblo de pescadores que termina prácticamente encima del mar.
En los alrededores de Cabo de Gata se han rodado secuencias de películas como Lawrence de Arabia o Patton. La verdad es que durante todo el camino las referencias al cine son continuas. Ahí se rodó tal secuencia y allí tal otra. Precisamente al cruzar la calle principal del pueblo nos topamos con el número 9, cuya casa fue el escenario habilitado como oficina del general. Allí podemos imaginarlo subiendo los tres peldaños de la entrada. Como digo, el cine es una constante por cualquier lugar que vayamos. Hay anécdotas para todos los gustos, desde lo que dijo Richard Lester sobre las puestas de sol o las quejas de Brigitte Bardot sobre la falta de agua corriente y el hecho de que se tenía que lavar el pelo con agua embotellada. ¿Será verdad? Aunque para puestas de sol las que protagonizan los flamencos en los humedales tiñéndolos de rosa.
Cientos de rodajes han hecho de Almería un gran decorado. Un día a principios de los años sesenta la industria del cine llegó aquí y puso una fábrica, que salía bastante barata por las horas de luz, la ausencia de lluvias y la visión despejada de obstáculos de sus parajes duros y desolados, y por un montón de cosas más. La pregunta es: ¿qué ha dejado el cine aquí, aparte de los sueldos de los extras? La sensación de haber tenido algo que ofrecer al séptimo arte y unos cuantos trastos nostálgicos que fue abandonando a lo largo del camino y que Álex de la Iglesia ha sabido homenajear en su película 800 balas. Vayas por donde vayas, hay una referencia a alguna película, aunque donde más o menos todo empezó, con el spaghetti western, y donde han quedado huellas físicas es en el desierto de Tabernas. Un paraje por el que, como en las películas del Oeste, a veces ruedan bolas de broza y polvo. Y he de confesarlo, desde que llegué a Almería tengo el deseo, no me importa que sea infantil, de ir allí.
Desisto de visitar Mini-Hollywood porque en el hotel ya no quedan folletos y pienso que estará lleno de gente. Además, da la impresión de ser un confortable parque temático al que se ha incorporado un zoo. Los escenarios de 800 balas pertenecen a otro decorado, el Texas-Hollywood. Pero por cosas del destino, una mañana ardiente mis pasos se detienen en el Western-Leone. Nada más salir del coche el cielo se le echa a una encima con su enorme solazo. Mientras que el parking del Mini-Hollywood debe estar lleno, aquí sólo hay tres o cuatro coches. En una garita forrada con tablones nuevos, pero sin un simple ventilador, espera sentado un auténtico vaquero con sombrero de fieltro verde, camisa de pana fina también verde y botas sobre los pantalones. Nos entrega las entradas sudando a chorros. Es rubio, guapo, entrado en la madurez, lo que acentúa el aire rudo de los hombres del Oeste. Es un hombre de cine, especialista desde hace 30 años y de ello da fe el aire de credibilidad que lo rodea. Mientras hablamos se aparta una mosca que se ha encaprichado de su cara, como se la apartaría en un rancho de verdad. Y lo cierto es que debe de haber montado más a caballo, con caídas incluidas, que algún vaquero de Tejas. Da la impresión de no querer recordar y habla sin apasionamiento del cine, intentando desmitificar cada una de sus palabras. No desea dar una falsa imagen de lo que es este trabajo. Me parece tener delante una pieza genuina del mecanismo de un gran reloj, el cine. Dice que lo último que se ha rodado en este recinto es un documental de la BBC sobre la vida de Billy el Niño.
Su hermano se llama Jesús y también es especialista, y es el personaje central de un espectáculo que se ofrece cuatro veces diarias entre las construcciones en madera del General Store, el West Bank, Colorado Hotel, los Stables, el Telegraph y la Primary School. Los visitantes lo contemplamos situados en el Saloon, desde el que más allá, sobre una loma, también se ve un poblado indio. Aquí se han rodado El bueno, el feo y el malo, El regreso a la isla del tesoro, Caballo salvaje y muchas más películas. Jesús tiene buena planta. Es moreno, con un pendiente en la oreja y el pelo largo y negro echado para atrás. Parece un apache vestido de hombre blanco. Es absolutamente lo contrario de su hermano rubio.
En la escenificación del rodaje trabajan seis o siete personas y tiene un guión en que montan y galopan, uno es arrastrado por un caballo, se enfrascan en un tiroteo, se pelean con los puños y hay un ahorcamiento final. Algunos llevan los conocidos guardapolvos del desierto, y el calor que deben de estar pasando con todo ese trabajo físico es tremendo. Se mezcla el polvo que levantan los caballos con el olor a pólvora. Lo único que no es verdad son los decorados, y hasta cierto punto, porque en el Saloon se bebe. El calor, el sudor y la vida de estos actores sí lo son. Jesús es auténtico. Me hace una demostración de lo que podría suceder con estas balas de fogueo si no se utilizasen bien. Y explica que los revólveres que usan él y sus compañeros están controlados por la Guardia Civil y que el cine es lo más duro que existe en el mundo y que fundamentalmente consiste en repetir y repetir tomas. No se queja del sueldo, pero en cuanto puede se dedica a llevar una máquina con la que tira 50 toneladas diarias de aceituna. Piensa mucho en sus hijos y en el futuro. No sonríe y no disimula su descontento, su desencanto y un cabreo interno que le va muy bien a su personaje. Y que tal vez le da energía para entregarse con fuerza a una función que estamos viendo unas treinta personas y que es mucho más real que el cine.
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