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HISTORIAS DE FAMILIA

Una profecía

Antonio Muñoz Molina

Hay que mirar despacio para darse cuenta de lo jóvenes que son: la foto debió de ser tomada en 1926, de modo que él tiene unos 23 años, y ella 22. Mucho más jóvenes de lo que yo soy ahora mismo, cuando los miro en esa foto de su boda y me detengo en los rasgos y en la expresión de cada uno buscando indicios que los vinculen al hombre y a la mujer que yo conocí muchos años más tarde, cuando de esa juventud no quedaba nada, nada más que esa foto que yo miraba de niño sin poder aceptar que ese par de desconocidos eran mis abuelos maternos. Con su melena corta, su diadema sobre la cabeza, sus tacones de hebilla, ella tiene algo de flapper seria y española, una gravedad inteligente en los ojos parcialmente corregida por el dibujo de los labios, en los que hay un indicio de sensualidad y casi una sonrisa. Los pómulos anchos y bellos no iba a perderlos nunca: ni tampoco la calidad de la piel, tan tersa en los brazos y en las piernas, en los que nunca tuvo ni rastro de vello, según le gustaba recordar, con un gesto raro de coquetería.

He tenido que mirar de nuevo la foto, cuando ya no soy joven, para comprender lo jóvenes que son los dos en ella. Sobre todo él, que sonríe sin reserva, con una alegría un tanto atolondrada, encantado de estar en el estudio de un fotógrafo, de vestir esa ropa tan distinta a la suya de todos los días, ese lazo blanco de camisa de frac debajo de su barbilla, esos zapatos charolados que sin duda le harían daño en los pies, sus pies enormes acostumbrados a las abarcas y a las alpargatas de lona con suela de cáñamo. Es un muchacho apuesto, mucho más alto que la media de sus paisanos, delgado y recto, con los ojos muy claros, con el pelo rubio y prematuramente escaso.

Parece alguien en la foto, pero no tiene nada en la vida. No tiene más que la fuerza de su cuerpo y la destreza de sus manos. Es muy probable que el traje de novio, que le da un aspecto como de galán de cine mundo, haya sido alquilado. Al día siguiente de la boda tendrá que volver al cortijo en el que trabaja como jornalero, cobrando un sueldo que apenas les dará para vivir, especialmente cuando empiecen a tener hijos. Ella se gana un jornal tejiendo esteras de esparto o recogiendo aceituna en invierno. Esas manos delicadas de la fotografía serán maltratadas por la aspereza de las hebras de esparto y por la de la tierra que picotearán mientras ella se arrastre recogiendo aceitunas. Se enrojecerán de lavar a mano con agua fría, se llenarán de sabañones en los inviernos helados, en el cuarto de alquiler donde se irán a vivir después de la boda, un cuarto en el que no hay más que la cama de hierro y un arcón y una mesa. Dentro de uno o dos años, él, tan fornido, tan saludable de apariencia, contraerá unas fiebres y dejará de trabajar durante semanas enteras, y en ese tiempo no habrá más jornal en la casa que el que ella gane tejiendo esparto. No hay dinero para médicos: le darán caldos calientes para que se reponga, le untarán manteca en el pecho y se lo cubrirán con papel de estraza. Como es fuerte, vencerá a la enfermedad, pero se quedará muy pálido y como si estuviera en otra parte, y ella pedirá prestado para comprar una mecedora en la que él pueda sentarse más cómodamente que en las sillas de anea.

Ninguno de los dos fue a la escuela de niño. Ella escribe con mucha dificultad su nombre, lo concluye con una rúbrica torpe. Sus manos tan gráciles, tan resueltas para tejer y lavar, para manejar la aguja, parecen inertes cuando se trata de sostener un lápiz o una pluma, las pocas veces que se le presenta la necesidad de firmar algo. Él aprendió a leer y a escribir en alguno de los cortijos en los que ha trabajado desde niño, de noche, a la luz de un candil, en las anchas cuadras en las que los hombres duermen junto a los animales. Tiene un talento natural para las palabras habladas o escritas, y le gusta mucho leer en voz alta, en la barbería a la que acude cada dos sábados por la tarde o incluso en el tajo, en el descanso para la comida. Le gusta escucharse a sí mismo -esa vanidad que no llega a arrogancia se le nota en la fotografía- y observar la admiración con que los otros jornaleros, analfabetos casi todos, atienden a su lectura. Cuando va con ella al cine le lee los letreros que resumen la acción y el diálogo. En el cortijo procura conseguir los periódicos atrasados que ya han leído los señores, de modo que es muy fiel al Abc y está muy al día de las noticias sobre la familia real y don Miguel Primo de Rivera, a quien verá muy de cerca dentro de poco, cuando el dictador vaya acompañando al Rey a una cacería en esa finca inmensa en la que él trabaja.

Durante algún tiempo ella también trabajará en el cortijo, lavando la ropa de los señores, ayudando en las cocinas. Recordará cómo cada mañana las ventanas de los dormitorios de los señores se abren de par en par y desde ellas caen al corral trasero las sábanas, las fundas de las almohadas y de los colchones, la ropa interior apenas usada. Cada mañana las lavanderas aguardan con grandes cestos bajo las ventanas de los señores y recogen la ropa que han de lavar a mano. Cuando un pollo del corral se pone enfermo, la señora de la casa, debidamente consultada, accede a que el pollo se lo coma el personal de servicio. La muchacha morena y seria de la fotografía de vez en cuando pide audiencia a la señora para decirle que otro pollo se ha puesto malo, y, quizás porque tiene esa cara de no mentir y de no apartar la mirada, la señora le dice: vaya, qué mala suerte,otra vez un pollo enfermo, a ver si es que hay una epidemia, mejor se lo comen ustedes y así no se desperdicia. Y de ese modo los braceros del cortijo y sus mujeres y sus hijos pueden hacerse un caldo sabroso o un gran arroz de pollo en vez de alimentarse sólo de gachas, tocino, gazpacho aguado y guisos de migas.

Él es quien le trae noticias del mundo exterior, historias de políticas o de crímenes leídas en los periódicos viejos que caen en sus manos. Cómo le gustan las palabras que ella no entienden, los nombres resonantes que a ella le despiertan recelo o miedo, incluso algo de burla: ¡El Duce! ¡El Cardenal Primado! ¡El glorioso ejército de África! ¡Los Soviets! Ninguno de los dos conoce el vaticinio que nosotros proyectamos desde el porvenir sobre sus caras inocentes y serenas de 1926: ninguno de los dos sabe que dentro de 10 años justos empezará una guerra, y que después de ella el mundo en torno a ellos se volverá tan sombrío que echarán de menos, casi como un paraíso, la pobreza tranquila de sus primeros años de casados. Conocerán el hambre, el pánico a los bombardeos, la crueldad de los vencedores, la angustia de no saber si podrán dar algo de comer a sus hijos al día siguiente: los seis hijos que irán naciendo en los años posteriores a esa fotografía, seis y uno que se murió con 10 meses, al que ella le había puesto Pedro, que era el nombre de su hermano más querido. A su último hijo volvió a llamarle Pedro, y esa supervivencia del nombre la consolaba un poco de la pérdida del niño que se le murió entre los brazos, y del que siguió acordándose sin falta cada día hasta el de su propia muerte.

En 1933, y no sin gran resistencia por su parte, ella hará lo que no ha hecho nunca, votará en unas elecciones. Sus hijos mayores irán a alguna de esas escuelas ventiladas y gratuitas que ha empezado a construir el nuevo gobierno, y que tienen una bandera tricolor ondeando en la fachada. Quizás él leerá en voz alta para sus compañeros el periódico en el que se publiquen los debates sobre la reforma agraria, y como es fantasioso se imaginará a sí mismo cultivando una parcela de tierra fértil, dueño por fin del esfuerzo de sus manos, o participando en una de esas cooperativas en las que en vez de con parejas de mulos se podrá arar con tractores.

Ellos no saben que nada de eso les será permitido: que la tierra volverá a las manos de quienes la poseyeron siempre, que muchos de los maestros con los que sus hijos empezaron a educarse serán fusilados o desaparecerán para siempre de la ciudad. Y esos hijos, en vez de progresar en la escuela y aprender tal vez un buen oficio o incluso hacer una carrera, tendrán que trabajar en el campo exactamente igual que ellos, y pasarán más necesidad, haciéndose adultos en la posguerra más negra, en un tiempo que parecerá retrocedido y detenido, el de los años del hambre, el pan negro, las cartillas de racionamiento, la poliomelitis, la tuberculosis.

Pero ese futuro no está en la fotografía, de modo que no es obligatorio. Me gusta mirar a este hombre y a esta mujer tan jóvenes e imaginar para ellos otra vida posible, la que parece que anuncian sus caras de rectitud e inocencia, tan semejantes a las caras de parejas jóvenes que por esos mismos años iban al estudio de un fotógrafo después de casarse, en cualquier ciudad de aquella Europa.

FERNANDO VICENTE

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