PASEO SIN FRONTERAS
Muevo la chancla por la ciudad cerrada. Queda algún comercio abierto y entro. Sólo por hablar. Cuentan que Fellini levantaba la mano a cualquier coche, como fingiendo haberlo confundido con un taxi, y la gente lo llevaba a su destino. Fellini entendía que en la ciudad todo lo que ocurre te concierne, por eso sus películas están llenas de relaciones nocturnas inesperadas. Muevo la chancla y voy discutiendo con la ciudad. Me dice un conocido, a ver si te nos has vuelto americana y miras esto desde arriba. ¿Desde arriba? Yo observo desde la acera. No habrá quien patee más que yo. Y lo aseguro: las ciudades que quiero se me confunden, tienen ciertos parecidos: soy del país más antiamericano y antijudío de Europa (según The Economist) y vivo en el barrio neoyorquino más antibush y crítico con Israel de América, con la particularidad de que ellos son americanos y mayoritariamente judíos, lo cual es de traca. Para mí la vida es un paseo sin fronteras. Voy por la calle Broadway y sigo por Montera. Opino de lo que veo, aquí y allá. Lo de aquí me duele más, claro, como duelen más los defectos de los hijos. Vivir en el extranjero debiera servir para que la costumbre no te ciegue. Voy pensando, por ejemplo, que si me encuentro a Gallardón, le diré que no se puede andar por Madrid, que está llena de obstáculos. Veo esos maceteros con árboles secos que hay en la Puerta del Sol o ese quiosco mostrenco de información turística en Callao y me irrito. En Sol vallaron la estatua para que los inmigrantes no se sentaran en el poyete, lo extraordinario es que han conseguido que se suban a los maceteros. Como las piernas se les quedan colgando parecen árboles exóticos de los que brotaran seres humanos. A Gallardón que voy, pienso. Soy una de esas locarias que hablan solas y andan deprisa, como memorizando un pliego de protestas. Al llegar a la plaza Mayor, la furia se me apaga. Miles de personas han aplazado la caña y el jamón para escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven. Aquí está el pueblo de Madrid y sus veraneantes con un deseo que va más allá del mero interés musical. Aplaudir a Baremboin, el músico valiente, es afirmar la idea de que el entendimiento aún es posible. Las caras de los músicos jóvenes tienen una belleza mediterránea. Uno no sabría decir si son israelíes o palestinos, libaneses o españoles. El público aplaude que sepan trabajar juntos y aplaude entre los movimientos, lo cual irrita a algunos cursis que lo consideran paleto y chistan para acallar la emoción popular (hay expertos a la que no puedes sacar del Teatro Real, no saben estar en la calle). Esta noche el público quiere también transmitir una emoción y estos músicos enérgicos, jovencísimos, se contagian del entusiasmo y jalean al maestro pateando un ritmo flamenco que aprendieron en Sevilla. Esta noche de luna llena la Novena Sinfonía es más que nunca la Marsellesa de la Humanidad y uno piensa que la energía no debiera destruirse, alguien debería saber transformarla. De vuelta a casa, el pueblo sigue con la actividad cultural. De Beethoven al Museo del Jamón donde se arracima en la barra y dilata la emoción con cerveza. Luego marcharán del bracete, camino de la cama, lamiendo un cucurucho. Lamer siempre tuvo efectos lexatinescos. El espectáculo impagable de la calle, una noche de agosto, a las tantas. Pero la loca insidiosa que hay en mí no puede disfrutar del todo estando por medio el macetero horrible o esas músicas amplificadas que ensordecen el centro madrileño y de las que no es posible zafarse. Músicas contra la paz (de espíritu). Es como si la calle no debiera someterse a un control de calidad. No es cosa de quitarle méritos a Gallardón por amansar a las fieras con una noche tan emocionante, pero una cosa no quita la otra. Se siente. La próxima se lo digo: Gallardón, aclaremos esto de una vez, maldita sea: ¿no habíamos acabado ya con la corte chirimbolesca?
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