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Columna
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Madera para el metro

Hace unos meses, con motivo de los disturbios producidos en Francia por hordas juveniles, se reavivó la polémica entre quienes reclaman, ante hechos semejantes, la adopción de mayores medidas de seguridad y la actuación eficaz de la policía, y quienes, al contrario, los contemplan con alguna indulgencia, eximen a los vándalos de responsabilidad directa en sus acciones y esgrimen explicaciones de índole socioeconómica que transforman cualquier delito de ese tipo en un acto de legítima protesta en contra del capitalismo o la globalización.

Los disturbios de Francia se prolongaron durante semanas y dejaron un saldo de diez mil vehículos quemados, decenas de escuelas y comercios asaltados, y al menos una persona asesinada. Muchos comentaristas concluyeron que aquella explosión de ira era lógica, natural e inevitable. Incluso se preguntaban por qué hechos de ese tipo no se habían producido antes y con mayor dureza, habida cuenta las condiciones de vida en la República francesa, donde, seguramente, la educación gratuita, la sanidad gratuita y la profusión de polideportivos e infraestructuras culturales son apenas el maquillaje de un régimen racista, capitalista y globalizador, que no proporciona expectativas a los jóvenes. Según esto, la ira de los muchachos no sólo estaba justificada, sino que se convertía en una lección moral.

Cualquier alusión a la necesidad de una eficaz actuación policial fue tomada aquellos días como una expresión de fascismo político y de insensibilidad social. Era evidente que, tras días de disturbios, cientos de coches iban a ser arrasados cada nueva noche pero, aún en ese caso, hablar de medidas policiales suponía confesarse fascista. En cambio, solicitar más atención para los chicos, pedir más dinamizadores culturales, más coordinadores sociales, más asesores juveniles y más educadores de barrio, se revelaba como la fórmula mágica que desterraría tales conductas. Nadie explicaba, sin embargo, cómo la actuación futura de dinamizadores, coordinadores, asesores y educadores podría prevenir que esa misma noche centenares de ciudadanos, sin dinero suficiente para disponer de un garaje, vieran dañado su patrimonio.

Por supuesto, la radical disociación entre medidas sociales y medidas policiales es absurda. Nunca una sociedad podrá construirse a base de medidas represivas pero también debe entenderse que, en un Estado democrático, la policía no es un residuo del pasado sino un elemento imprescindible de la convivencia. Por eso estimula comprobar ahora la postura que sindicatos como UGT, CCOO, ELA y LAB han adoptado ante los hechos vandálicos y delictivos que están teniendo lugar en distintos servicios de transporte de Bilbao. Frente a las empresas del sector, que sugerían realizar análisis y estudios, los sindicatos han pedido inmediatos refuerzos en seguridad. Las reivindicaciones de los trabajadores de Bizkaibus, Bilbobus y Metro Bilbao son indiscutibles: no sólo tienen derecho a que ningún delincuente les apuñale por la espalda, sino también a que ningún niñato les vomite por el pecho. De ahí su reclamación de que los refuerzos se materialicen ya y se establezca la necesaria coordinación de las policías locales con la Ertzaintza.

¿Exigencias parafascistas? ¿Egoísmo corporativo? ¿Incomprensión ante los problemas de nuestra oprimida juventud? No seré yo quien propague tales infundios ni del sindicato LAB ni de ningún otro sindicato. Quizás tengan razón los que interpretan los asaltos a navaja o el vandalismo de borrachuzos que agreden, o se agreden, o vomitan, como el fruto de una sociedad injusta; quizás esos actos dejen de producirse si aumentamos la ratio de mesas de ping pong en los polideportivos municipales, o si el número de casas de cultura supera al de tabernas, bares y baretos. Sí, quizás tengan razón, pero de momento las centrales sindicales detectan problemas más urgentes: por ejemplo, que este fin de semana los trabajadores realicen su labor sin riesgo para sus vidas. Madera, más madera, parecen decir los sindicatos. Pues a lo mejor llevan razón.

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