Marea negra en el bosque
Vecinos, bomberos y Guardia Civil trabajan juntos para acabar con el fuego
La marea negra se extiende inexorable por los bosques de Pontevedra. Cinco días después de que la provincia comenzase a arder por los cuatro costados, el desastre ecológico aumenta su dimensión minuto a minuto. Detener el avance del fuego es complicado. El calor, la baja humedad y el viento lo dificultan. Hay humo por todas partes, ceniza, vastas extensiones de eucaliptos arrasadas, carreteras cortadas y más tarde reabiertas... y, cada vez está más claro, pirómanos. Los distintos focos alejados entre sí son un indicio de ello. Pero es muy complicado pillarles. "Una persona deja una mecha con un poco de gasolina, pasa media hora y entonces aquello prende; para cuando te das cuenta le ha dado tiempo a marcharse muy lejos", afirma el alférez Ramiro, de la Tercera Compañía de la Guardia Civil de Pontevedra. Este hombre no descansa desde que comenzaron los incendios. "Pendiente de la emisora y el móvil las 24 horas del día", dice.
En Vilarchán, en el concejo de Pontecaldelas, a 11 kilómetros de Pontevedra, Guardia Civil, bomberos y vecinos batallan metro a metro. Acercarse a estos últimos es hacerlo a gente desesperada y cansada por la falta de sueño y de alimento. Ana Cochón es una de estas personas: "Llevamos dos días sin dormir, el fuego rodeó anoche el pueblo". Cochón pasó el peor aniversario de su vida el martes. "Sólo pude comer un bocadillo", comenta. Es una mujer de unos 50 años, de estatura baja. La viva imagen de David luchando contra Goliat. Cubos y mangueras de jardinero contra llamas descomunales. Su frente llena de hollín y sudor. La boca, protegida con mascarilla.
La orografía juega a favor del fuego y en contra de los equipos antiincendios. Antonio Sancho es el coordinador de 51 efectivos procedentes de Castilla-La Mancha que han llegado a Galicia para echar una mano. Con gesto cansado y voz preocupada dice que este incendio es muy distinto al que arruinó 13.000 hectáreas en Guadalajara el verano pasado. "Hay poblaciones muy dispersas, mires por donde mires hay casas".
Salvar esas viviendas es ahora mismo la prioridad. La estrategia para sofocar las llamas consiste en esperar a que éstas lleguen a muros o lugares desde los que sea menos difícil atacar el fuego. Un helicóptero descarga a un centenar de metros de los vecinos. Hay que tener puntería. El agua caída del cielo se cotiza al alza. Los pilotos saben dónde descargar gracias al viento, que empuja el humo y delimita los focos de los incendios. Y vuelta a empezar. Es tan urgente la necesidad que el agua se extrae de donde se puede. "El fuego está cerca de los desguaces, han intentado coger agua de dos o tres piscinas, pero en una ya no había", escupe la emisora de la Guardia Civil. "Nos han ayudado mucho", dice una vecina mirando al cielo, que implora: "Pero hacen falta más medios, que pidan ayuda donde sea, que vengan de Lisboa". La labor de los agentes es continua. "Hacemos mucho más de lo que podemos", defiende Ramiro. Seguramente tiene razón. Varios guardias corren de arriba abajo y coordinan. Los vecinos confían y obedecen.
Lorena Rosende es otra vecina de Vilarchán. Tiene el rostro indignado. Por los pirómanos y por la falta de medios. Su ira no se dirige a la Guardia Civil y los bomberos, que se afanan junto a ella por extinguir las llamas, sino hacia el ejército. "¿Dónde están nuestros soldados?", pregunta. "No estamos en guerra, que no los manden a Irak a matar inocentes y que vengan aquí", añade.
Miles de eucaliptos se consumen frente a esta aldea gallega. Entre ellos y las casas, un campo de labranza y un huerto. La virulencia de las llamas es incontrolable, así que la Guardia Civil ordena alejarse. Los árboles arden y las hojas encendidas vuelan sin control. Caen en los campos y rápidamente un vecino y otro y otro corren para que no se activen nuevos focos. Golpean el suelo contundentemente con ramas y sofocan la mayoría. Pero algunos escapan de su control y el huerto se esfuma. En ese momento el ambiente se vuelve irrespirable y el colocón es notable. Los ojos se irritan, la nariz y la boca se cierran, y la falta de oxígeno provoca un rápido dolor de cabeza. La visibilidad se pierde a pocos metros y el sonido del bosque desgarrado impone.
Superado el caos, cierta tranquilidad vuelve al lugar. Las llamas parecen ya lejanas, a unos veinte metros. En medio del campo ya arrasado, un guardia civil encuentra un cohete adosado a un palo de madera. Está intacto. El agente sospecha. Es imposible que algo así no se haya quemado justo en medio de las llamas. Las fiestas del pueblo fueron hace una semana, pero ese cohete, asegura un vecino, lleva ahí cinco minutos. "Hace un rato estaba echando agua ahí y no había nada", jura. No hay tiempo que perder, se guarda la prueba en el coche y a seguir luchando.
Kilómetros de destrucción
A un lado y otro de la carretera que une Ourense y Pontevedra, la N-541, el monte tiene un aspecto fantasmal. Los árboles humean. En el suelo, las hojas arden. No hay peligro. Es fuego que ya no se va a expandir. A su alrededor no queda nada sin quemar. O casi nada, porque a unos cien metros de la calzada se levanta súbitamente una columna de humo negro. Cuando eso ocurre, los pontevedreses dicen que "alguien ha plantado". En el camino aparece una fuente. Hace dos días, un camionero y un estudiante conversaban en ese punto. Todavía no había ardido. Eso era antes. En esta misma carretera, dos mujeres (madre e hija) fallecieron el pasado viernes. Los restos de aquella tragedia se adivinaban ayer en la vía. Y pensar en lo que les ocurrió estremece. Cegadas por el humo se echaron junto al quitamiedos y, rozándolo, se fueron abriendo paso. El quitamiedos moría en un trozo de calzada antigua. Las mujeres se salieron de la carretera y quedaron atrapadas en una ratonera sin poder dar marcha atrás.
Pontecaldelas y Cotobade ofrecen la imagen triste de un océano de bosque quemado, donde no cesa de salir humo. El paisaje es negro durante kilómetros y kilómetros. Un color que recuerda el Atlántico petroleado por el hundimiento del Prestige, en noviembre de 2002.
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