Vulnerabilidad
Cada vez nos sorprende menos que un anciano muera solo y pasen meses sin echársele en falta. Ayer publicábamos el insólito caso de don Emilio -un hombre sociable, conocido y dicharachero del madrileño barrio de Salamanca-, fallecido hace cinco meses. Viven en España nada menos que 7,2 millones de ancianos y 1,3 millones en soledad, unos arropados por estructuras familiares cada vez más frágiles, otros plenamente dependientes de la ayuda social, la caridad o sí mismos. En veranos como éste, que siembra la alarma de California a Rusia por las altas temperaturas, se intuye la vulnerabilidad de todos, pero es explícita sobre todo la de las personas mayores.
Nadie sabe cuántos ancianos han muerto por el calor. La cifra oficial española de 14 fallecidos se antoja ridícula. Hay que preguntarse cuántos ancianos vivirían con mayor calidad de vida, muchas veces no dependiente del aire acondicionado, ni de gasto alguno, con un mínimo esfuerzo o interés del prójimo. Sólo con algo más de respeto y de solidaridad.
Las sociedades modernas han cultivado en las últimas décadas unos dogmas que a las nuevas generaciones ya les parecen eternos por corta memoria, lógica inexperiencia y, con frecuencia, ignorancia. Uno de los peores por gratuito, infundado y pernicioso es el del incondicional entusiasmo por lo joven y lo último. Lo que en criterios de moda indumentaria es simple estulticia, cuando atañe a valores de convivencia, a sentimientos y emociones, deriva pronto en falta de sensibilidad y de escrúpulos, en egoísmo.
Sucede cuando la competitividad en una sociedad de individuos con lógica ansiosa e implacable olvida y desprecia a sus mayores. Hace aún pocos años que a los españoles les conmovían las historias sobre la soledad abismal y rotunda de los viejos en países avanzados, de gran movilidad y poco arraigo. Hoy, aunque no estemos peor que en otros de nuestro entorno, parece llegado el momento de tomar medidas serias -por alarma y respeto- para mejorar seriamente la situación de muchos de nuestros ancianos.
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