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Columna
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Boda popular

Fue, como casi todas, una boda conservadora: los novios vestían flamante chaqué; las madres les flanqueaban con sus mejores galas, y tocadas de plumas; sobresalía alguna pamela o sombrero de tul; se intercambiaron alianzas de Tiffany?s y Cartier; brindamos con champán. Fue, como pocas, una boda revolucionaria: los contrayentes se llaman Javier y Manuel; militan en el Partido Popular; son cristianos; ofició la ceremonia el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón.

Conozco a Javier y a Manuel desde hace años, a través de la militancia común en el movimiento gay. Siempre he sido muy crítica con ellos: no entendía su lugar, no comprendía que, siendo gays, pudieran estar donde estaban. ¿Cómo era posible que militaran en un partido que los rechaza, que niega sus derechos? ¿Cómo era posible que defendieran a una iglesia que los estigmatiza? En las ocasiones en que coincidíamos yo procuraba evitarlos, no me esforzaba en escucharles. Debí darme cuenta pronto de que había que prestar atención a Javier y a Manuel, pues siempre se acercaban a mí con una sonrisa franca, con una palabra amable. Me ganan esos gestos, independientemente de lo que traigan detrás, que ya se verá. Si les hubiera mirado mejor, habría visto que detrás de su simpatía actuaban valientes intenciones. Pero podían mis prejuicios y podía, en mi descargo, la presión innegable de su partido y de su iglesia. Así han pasado los años, ellos ahí y yo aquí. Y coincidiendo aquí y allá. Cuando hace unos meses Javier y Manuel me invitaron a su boda y me pidieron que interviniera en la ceremonia, experimenté, tras el desconcierto inicial, una emoción desconocida: la de comprender que nuestro lugar era el mismo, la de entender más que nunca el objeto de nuestra causa común. Junto con tantos otros, Javier, Manuel y yo llevábamos años defendiendo lo mismo: el amor. Desde ese lugar que aún me cuesta comprender, ellos dos me estaban dando una lección: la del respeto a la diferencia y la de la riqueza de la diversidad. Por supuesto que sabía que en su partido y en su iglesia hay, como en todas partes, homosexuales; lo que me resistía era a aceptar que quisieran permanecer ahí, haciéndoselo saber y comprender a los suyos.

La boda del sábado pasado me demostró que la lucha es más necesaria en territorio hostil y que las posiciones logradas tienen el mérito que añaden los peligros sorteados. Javier y Manuel han puesto en juego todo ante sus familias, ante sus conocidos, ante sus correligionarios. Toda su vida. La mañana del sábado pasado sólo era la culminación (parcial, dadas las críticas que han recibido ellos y, sobre todo, los que los acompañaron; dadas las posturas retrógradas, agresivas, recalcitrantes que han adoptado muchos de los suyos) de un proceso de larguísimo recorrido, en el que ambos han tenido que enfrentar el rechazo, las resistencias, el desprecio y el miedo. Javier y Manuel llevan mucho tiempo poniendo su vida en juego. La vida no es sólo, ni mucho menos, la línea encefalográfica que aparece en un monitor. La vida es ver pasar los días (y dejarlo, asustado, para mañana) sin contar a tus padres y a tus hermanos qué sientes, quién eres. La vida es volver a comer a la casa familiar (casa asustada) después de haberlo contado. Es lograr que vaya tu novio al cumpleaños de mamá. Es tener que mantener la cabeza alta y la mirada firme frente a tus tías confundidas, frente a tus primos desconcertados. Es encontrarte por la calle con un compañero, qué mala baba, de papá. Es subir en el ascensor con los vecinos de toda la vida (sus miradas de reojo, un tiempo eterno hasta llegar al piso). Es volver al trabajo cuando todos tus compañeros ya se han enterado de lo tuyo. Es querer seguir trabajando en la línea política en la que crees (nos guste o no: esa es la democracia) después de haber pasado a ser un subversivo entre tus filas. La vida es quedarte solo por ser homosexual. Puedes marcharte, solo, lejos de tu lugar: huir de tu casa, de tu trabajo, de tu partido por ser homosexual; escamotear a los otros la obligación, la necesidad, el alivio de aceptarte. O puedes quedarte en la casa paterna y ocuparla con tu verdad. Y la verdad es la misma en todas partes.

Pero, además, la boda del sábado pasado me demostró algo que para mí es un orgullo político, y para todos debe ser una interesante experiencia, también política, de la que extraer muy importantes conclusiones: que el movimiento gay ha conseguido lo que no ha logrado ni la Transición. El movimiento gay, cuyo impulso es la defensa del derecho al amor, ha logrado reunir a las dos Españas y sentarlas a celebrar. Quien no quiera brindar es que no entiende (qué cortedad) que sólo el amor nos ha podido salvar.

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