Un balcón con vistas al faro
A la derecha de mi ordenador, mientras escribo, tengo la foto de mi llegada a Beirut, al anochecer del 29 de junio. Estoy con mi amigo Tomás Alcoverro, el decano de los corresponsales en Oriente Medio, y sostengo un ramo de flores que acaba de ofrecerme. Sonreímos de oreja a oreja. Vamos a compartir, suponemos, muchos buenos días en estas vacaciones-reportaje que inicio para contar a los lectores de agosto, a los turistas que quieren acercarse a este país, qué les puede ofrecer Líbano y, sobre todo, mi querida Beirut, más allá de la gira apresurada que suelen recomendar las guías: Heliópolis y Beiteddin, para pasar a Petra, Palmira, Damasco, etcétera.
Quería decirles: deténganse en Beirut. Bajen a Saida y Tiro, descubran la hospitalidad de Jezzin, sus cascadas; acudan a las fuentes del Orontes en el valle de la Bekaa, admiren las altas cumbres, los vertiginosos barrancos y quebradas. Siéntense en uno de los balcones colgantes de Becharre, y dejen que la luz violeta con que muere la tarde les traslade a un país que parece eterno. Sobre todo, entréguense a Beirut. A su bullicio, su caos, a su sensualidad. A la ternura con que tratan al extranjero, a esa forma que tienen de adelantarse a nuestros deseos para, incluso cuando se equivocan por precipitados en la amabilidad, calentarnos el corazón. Amen a Beirut aunque al principio les parezca un desafuero arquitectónico y una barbaridad urbanística. Amen su caos y piérdanse en su complejidad. Beirut, ciudad de piernas abiertas y manos rápidas de cambista: penétrenla y permitan que se quede en ustedes para siempre.
No fue fácil salir del pozo al que 15 años de guerras civiles e inciviles los habían sumido
Eso quería contarles.
¿Existe todavía el país y la ciudad de los que pretendía hablarles? En los días negros que se iniciaron poco después de mi llegada, los más veteranos de la zona y quienes relatamos sus anteriores conflictos bélicos descubrimos que Líbano iba a ser martirizado de nuevo y que otra vez Beirut sería puesta a prueba. Ustedes, que han seguido las noticias a diario, saben cómo ha ido el asunto y seguramente, como yo, ignoran también los límites que Israel va a marcarse antes de decidir que su belicoso Estado ya cuenta con la seguridad necesaria para seguir embreando a Palestina.
Al otro lado del ordenador tengo un pedacito de cristal amarillo cuya forma me recuerda, o eso quiero creer, la silueta de uno de los farallones de Raouche, en la Corniche. Lo recogí el 14 de julio, poco después del primer bombardeo israelí del aeropuerto, en una calle de Haret Hreik, municipalidad del sur de Beirut que desde entonces no ha dejado de ser destruida junto con el resto de las vecindades meridionales pegadas a la urbe. Cogí ese cristal con la insensata idea de que, entre tanta destrucción, un pedazo de vidrio era aún un pedazo de algo. Es lo que te ocurre cuando contemplas la hecatombe de una zona que siempre vibró de actividad. Y los abigarrados suburbios llamados genéricamente Dahiyeh, solapados desde el estadio deportivo hasta más allá del aeropuerto eran un hervidero de talleres, tiendas de frutas, vendedores ambulantes, y en sus calles convivían los retratos del secretario general de Hizbulá, Nasralá, con tiendas de lingerie y expendedurías de helados que habían colgado del techo las banderas del Mundial de Fútbol. Allí los coches de quinta o sexta mano solían embarrancar en calles enfangadas y arrancaban de nuevo, prodigio cotidiano, pisando los albañales descubiertos. Barrios aquellos, hoy convertidos en montañas de escombros, donde los hombres, al atardecer, se ponían la galabiya de estar por casa, y donde las muchachas, a esa misma hora, envueltas en sus mejores vestidos y pañuelos de colores salían cogidas de la mano, miraban a los chicos de reojo y cuchicheaban entre ellas tapándose la boca con la mano. En una tarde así, un joven me enseñó a pastorear palomas desde una de las azoteas que ya no existen. En aquellos barrios disponían de muy poca luz eléctrica al día y he subido y bajado muchas veces las irregulares escaleras, con la ayuda de la débil llama de un mechero, para admirar las artes que encierra un palomar árabe. Eran gente.
Pero llegué a Beirut, esta última vez, cuando el olor a pólvora todavía no violaba su peculiar perfume. He visto crecer esta ciudad, la he visto erigirse entre dos guerras, y podría ahora sentarme en una esquina, como hacían los viejos a principios de los 90, recién acabado el anterior anterior conflicto, para vender las fotos que he ido sacando, año tras año, y que reflejan la historia de su reconstrucción, de cómo levantó cabeza, esa cabeza de salamandra que se mece en el mar, erizada con nuevos edificios grandielocuentes -mármol, columnatas, apartamentos que se alzan sobre el mar como proas de barco- a un millón de dólares de alquiler por mes. Y he visto la rehabilitación pomposa de lo que llaman Downtown, que aplasta la verdad del pasado hasta convertirlo en una especie de Disneyworld turístico-orientalista del que hay que huir, porque sólo las sonrisas de los mozos que atienden las mesas de sus innumerables cafés parecen auténticas.
Lo más importante: he asistido, año tras año, a la recuperación de la esperanza. No fue fácil salir del pozo al que quince años de guerras civiles e inciviles los habían sumido. Cada bando -y hubo muchas modalidades: son verdaderamente imaginativos- tenía y sigue teniendo sus muertos, sus desaparecidos, sus rencores. Cada persona pertenece a una familia y cada clan se inscribe en una confesión que a su vez encumbra a sus propios caudillos. Así es en la mayoría de los casos. Son seguramente los que no se reclaman de ninguna tribu aquellos sobre los que podría formarse el futuro.
Beirut tremolaba sobre la roca en la que está construida y de la que, de vez en cuando, el viento de la historia intenta barrerla inútilmente; roca desde la que sus propios habitantes acometen no pocas acciones suicidas. Traqueteó durante muchos años, temblorosa por el brío de su reconstrucción. Rafic el Hariri, primer ministro elegido porque representaba el dinero saudí y el carácter empresarial, afán empresarial, una vez en el poder montó una compañía privada -Solidere: suya- con la que, en relativamente poco tiempo, reconstruyó el centro y cambió la fisonomía de la ciudad. La llenó de autopistas, de carreteras elevadas y vías rápidas que te llevaban de un lado a otro de la ciudad sin tener ni que ver a los pobres. El automóvil contribuyó a separarlos: ese artilugio que ha ido colapsando las calles a medida que crecía la burbuja económica. Porque la reconstrucción de Hariri infló la moral pero vació las arcas. La deuda pública es enorme y el país vive de créditos extranjeros proporcionados por la famosa Conferencia de Donantes que se ha celebrado dos veces en París y que este año maldito tenía que realizarse en Beirut.
Este verano tenía que haber venido a Hamra, el barrio moderno y avanzado de los 60 al que la guerra de 1975-1990 arrumbó, para sentir la piel del verdadero Beirut. Hamra ha tenido siempre fiebre de vida, y existen muchos libros que, contándola, no aciertan sin embargo a completar su retrato. Porque Hamra es mucho y muchas, lo más parecido a Beirut, ciudad de tantas máscaras.
Las bellas mansiones de Ashrafie, el encanto de Gemayze, en la zona cristiana: claro que sí. Pero Hamra es mi casa, como lo es de Tomás, mi colega de LA VANGUARDIA, y conocer sus rincones es, posiblemente, una de las mejores cosas que me han ocurrido.
En esta ocasión, sin embargo, para que mi reportaje sobre las vacaciones resultara más completo, mi estancia iba a comenzar en el hotel Riviera, en Manara, en otro punto de la extensa Corniche cercano al modesto Luna Park en donde todavía pude montar en la noria antes de que quedara paralizada por el conflicto bélico, hasta nueva orden. El Riviera es un hotel de lujo porque tiene habitaciones que dan al mar, una piscina para adultos y otra infantil y un pequeño rompeolas. Dispone de restaurantes con pescado fresco -en Beirut muchos pescan aún a la dinamita: es ideal para los amantes del sushi, no hay que picarlo-, comida tradicional y un encargado de preparar narguiles que cultiva con esmero tanto su oficio como su bigote a la otomana.
Al poco de llegar pedí una cita con el ministro de Turismo o alguien que estuviera al corriente. Una especie de gorgona, con cargo de secretaria y esa audacia que da pensar que el empleo de funcionario dura eternamente, se echó a reir en mis narices. Por lo tanto, tuve que conformarme con el director del Riviera, un hombrecillo amable, todo él de color gris, amablemente gris. Enumeró las bellezas del país, los alicientes de Beirut y, cuando le pregunté por qué después de la famosa revolución del cedro, la expulsión de los sirios y las elecciones legislativas, los libaneses no habían conseguido entablar hasta ahora un diálogo nacional, el caballero reflexionó un instante y dijo:
-Ustedes, los españoles, que también sufrieron una guerra civil, valorarán lo que voy a decirle. En estos 16 meses transcurridos, los libaneses hemos aprendido, al menos, a no matarnos entre nosotros. ¿Le parece poco?
Me pregunté para mis adentros cuánto iba a durar eso, considerando las declaraciones explosivas que todos los bocazas de la política realizaban en esos momentos en la prensa. Y me lo sigo preguntando ahora, cuando la hidra -o llamémosla hiedra- israelí ciñe el país y lo pone al borde de la desesperación. ¿Cuánto van a tardar los unos en echar las culpas a los otros, los otros a vengarse de los unos, y aquí decidan ustedes las variaciones que quieran? No hay que despertar al monstruo de la intolerancia multiconfesional que duerme bajo las santas cumbres del Monte Líbano. Israel lo ha intentado, a misilazos. Pero su inmisericorde actuación tal vez consiga el efecto contrario. Una duradera alianza entre libaneses. Y el reforzamiento de Hezbolá, al menos mientras el Estado judío siga con su desvergonzada venganza bíblica.
Recomendada por el señor Alouf, fui recibida por un prestigioso cirujano estético, el doctor Elias Chammas, director del Centro Médico Internacional Hamzieh. No es que yo tuviera interés en ingresarme: pero una parte no poco importante del turismo que llegaba a Beirut lo hacía para someterse a operaciones de cirugía plástica. La ciudad tiene buena fama en recomponer y embellecer a hombres y mujeres, pero sobre todo a estas últimas. De modo que el doctor Chammas me recibió rápidamente, me contó que tiene a 39 cirujanos trabajando por turnos y que agosto es el mes en que mayor tráfago de aspirantes a la perfección recibe su hospital de diez o doce plantas.
Cuando me dijo que su especialidad eran nariz y papada no pude evitar mirarle fijamente y comprender que un hombre de su edad -las manos no engañan- no podía lucir sin trampa aquel cuello tan liso, ni que, siendo árabe, era normal aquel apéndice nasal tan respingón. Las bolsas bajo los ojos, en cambio, le fallaban. Pensé que no quería ponerse en otras manos que las suyas, y le imaginé dirigiendo su propia operación ante un espejo para que le quedara un rostro similar al del último marido que tuvo Liza Minelli.
¡Liza Minelli! Su actuación estaba anunciada en el festival de Beiteddine, entre otras; así como la de Fairuz, en el festival de Baalbek. Líbano es un jolgorio veraniego de cosmopolitismo y placeres desde los tiempos en que Onassis y Brigitte Bardot venían aquí a aparcar sus yates. Recuerdo imágenes previas al estallido de la guerra en 1975: hombres vestidos con esmoquin, mujeres cargadas de joyas, tambaleándose por entre las ruinas de Heliópolis con una copa de champán en la mano. Son imágenes en blanco y negro, de viejos noticiarios. No habrá fotos de Fairuz ni de sus espectadores este año. El gran mito libanés de la canción, viuda de un Rahbani, cuñada de otro, y madre de Ziad, gran renovador, no ha podido aparecer este año reinando sobre las ruinas romanas más bellas de Oriente.
Volviendo al doctor Chamman, no consideró necesario ingresarme; me confió que cada vez opera menos hímenes (los novios hacen lo que tienen que hacer "dessous la table"), y que existe en Líbano una auténtica competición entre las mujeres, para ver quién se convierte en la más bella. Él opera a muchos turistas en agosto y, cuando termina la estación, se va a la Costa Azul o a Marbella, en yate y con amigos.
Después de entrevistarle, abandoné el distrito de Hamzieh, situado en el sur -zona cristiana, fronteriza con zona musulmana- por una autovía que conducía al centro de la ciudad. Y digo conducía porque días después, ya en guerra, cuando asistí a un desayuno para periodistas convocado en Haddah por nuestro embajador, Nuri, mi chófer octogenario, me llevó por otros caminos, y vimos esa autovía y los nudos circulatorios convertidos en escombros.
Al día siguiente, considerando que mi trabajo iba viento en popa, me instalé en una hamaca del Riviere y me dediqué a observar al personal. Viejos que jugaba al backgamon o tawle (siempre con un ojo puesto en las guapísimas jóvenes que se lanzaban a la piscina), camareros atentos yendo de una hamaca a otra, desplegando parasoles o transportando refrescos. Mujeres que se embadurnaban de crema, exhibiendo sus esbeltos cuerpos como una calcomanía situada entre el acantilado y el tráfico de la Corniche. Algunas busconas, operadas por el doctor Chammas o similar. Hombres sumergidos en la piscina, acodados al reborde y plácidos como morsas, con sus gafas Ray Ban.
Esa noche salí al balcón de mi habitación. Tenía a pocos metros el nuevo faro de Beirut, construido sobre los escombros de la otra guerra que se utilizaron para ganar espacio al mar. Brillaban por igual, el faro y la luna creciente.
Días después el faro fue cegado por un misil. La luna, imperturbable, siguió su ciclo.
Mañana, capítulo 2: Antes de la oscuridad
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