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Columna
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Castillos

Liberado durante el soñoliento mes de agosto de la tarea de escribir esta columna y de otros trabajos de similar trascendencia, me marcho a un lugar nominalmente paradisíaco, que no se caracteriza por lo que es, sino por lo que no tiene. Un paisaje ameno, un bosque frondoso, un trigal y pajaritos es algo que no llama la atención. No tener televisión ni Internet, haber dejado en casa el ordenador, recibir el periódico de cuando en cuando y que el móvil no tenga cobertura es insólito y, a primera vista, parece terrorífico. En la práctica, lo es, pero el cuerpo lo agradece y el cerebro, que en fin de cuentas es un órgano, se acaba adaptando. Aún así, mientras cargo en el coche los bultos que me llevo a este breve exilio de pacotilla, siento la inquietud del hombre moderno, acostumbrado a que los medios audiovisuales no le dejen a solas ni un instante. Trato de imaginarme sentado largo rato a la sombra de un árbol y no se me ocurre en qué ocupar mis pensamientos como no sea en ponderar mis preocupaciones.

Desde las simas de Atapuerca hasta hace cuatro días, ¿qué hacía el homo, además de estar trabajosamente erectus? Muy sencillo: siguiendo los dictados de la evolución, desarrolló una función que se denominó soñar, una función que ahora, aunque no la ejercemos, todavía podemos encontrar en un oscuro rincón de la conciencia. Lo que ocurre es que ya no nos sirve. Por ejemplo, yo podría soñar que soy un rey. Rey de un pequeño país. Llevo corona y manto, el pueblo me rinde pleitesía, inauguro monumentos, presido eventos. Vaya rollo. También podría soñar que soy un deportista de fama mundial, un roquero (tengo la edad adecuada), un jeque, un bailarín. El problema es que no me lo creo. A diferencia de nuestros ilustres antepasados, que sabían combatir la soledad, la incertidumbre y la monotonía construyendo castillos en el aire, nosotros podemos tejer y destejer historias con los ojos cerrados, pero luego no somos capaces de habitarlas. En nuestra realidad sólo tiene cabida lo verdadero. El cuento de hadas se convierte en mentira, en el mejor de los casos, en mentira piadosa. Contra esto poco podemos hacer. Sólo abandonar los antiguos castillos y echarnos al camino, en busca de nuevas y más emocionantes aventuras.

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