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¿Precio o desprecio político?

Hace cuatro meses, el anuncio del alto el fuego permanente de ETA fue acogido por los españoles con una sana mezcla de ilusión y escepticismo. Una y otro permanecen intactos. La experiencia de tres años sin atentados mortales y la novedad de los términos del comunicado abrían una puerta a la esperanza, mientras la experiencia de los anteriores intentos de negociación aconsejaba prudencia. Felipe González en 1987 y Aznar en 1998, ambos en condiciones muy difíciles, lo intentaron, como era su obligación, y el resto de los partidos los apoyó cumpliendo la suya. En ninguno de los casos prosperó el ejercicio, pero nadie se lo reprochó a los gobiernos de la época. Ahora la situación es muy diferente y, en principio, mucho más propicia pero, paradójicamente, es la primera vez que la oposición no sólo no respalda al Gobierno para abordar el proceso, sino que anuncia que hará todo lo posible por impedirlo y que, en cualquier caso, no se sentirá obligada a respetar los acuerdos a que pudiera llegarse. Con el escepticismo que se quiera, es preciso reconocer que estamos ante una situación muy distinta a las anteriores y la diferencia está en que, por vez primera, ETA parece dispuesta a abandonar la violencia y Batasuna a buscar el camino de la legalidad. Ni una ni otra lo han dicho hasta ahora con tanta claridad. Si lo hubieran hecho, poco o nada habría que negociar, pero es obvio que no lo harán sin negociar la forma de hacerlo, como ha ocurrido siempre en casos similares. Y eso es lo que exige abrir ahora un espacio de contactos formales para comprobar si es verdad y, si lo es, para acordar el procedimiento a seguir y hacer posible el final.

La situación actual es, además, mucho más propicia que las anteriores. En 1987, ETA estaba dividida entre los que querían y los que no querían acabar. En 1998, el Gobierno se aventuró, no sin discrepancias internas, en un contexto adverso, ya que la continuidad de la tregua indefinida estaba subordinada al cumplimiento por el PNV de las condiciones fijadas en sus negociaciones con la banda. Ahora, ETA lleva tres años sin asesinar y en ello pueden haber influido numerosos factores, pero, en última instancia, si no lo hizo fue o porque no quiso o porque no pudo. Si no pudo, es porque está acabada; y si, pudiendo, no quiso hacerlo, estaría reconociendo, sin decirlo, que ha sido derrotada políticamente, que la estrategia de la violencia no conduce a ninguna parte y, por lo tanto, no se puede mantener y renuncia.

En esas condiciones, el Gobierno tiene, como sus predecesores, el derecho y el deber de intentarlo sabiendo que no será fácil y que no se resolverá en dos meses. Así lo han comprendido y por eso lo respaldan la inmensa mayoría de los españoles, los principales líderes europeos, los dirigentes de las grandes organizaciones internacionales y la totalidad de los grupos parlamentarios, salvo el Popular. Ni en España ni fuera de España se comprende la actitud de ese grupo que condena varias veces al día la iniciativa del Gobierno con eslóganes, manipulaciones emocionales y juicios de intención sin explicar por qué, sin hacer explícitas las razones sustantivas de su oposición. Cuando Aznar dice ante un grupo de jóvenes de su partido que Zapatero "ha demostrado a los terroristas que está dispuesto a admitir sus condiciones", pone de manifiesto su compulsiva utilización de la mentira como arma política, su falta de respeto a la juventud y su total incapacidad para explicar por qué se equivoca Zapatero.

Por supuesto, el Gobierno y todos los que comparten su análisis pueden estar equivocados. Pero es obvio que no se puede probar la tortilla sin romper los huevos y, aunque sólo fuera por eso, la posición del PP es mucho más difícil de entender porque no se sabe ni a qué obedece ni adónde conduce. ¿A qué obedece la negativa de los dirigentes populares a apoyar al Gobierno? ¿Por qué han decidido negarle su apoyo para alcanzar un objetivo que comparten los vascos, los demás españoles, los agentes sociales y políticos, y la comunidad internacional? ¿Por qué todos se equivocan y ellos tienen el monopolio de la verdad? ¿Por qué Suárez, González y Aznar estaban legitimados para negociar con ETA y Batasuna, y Zapatero no? ¿Por qué si, como dicen, ETA y Batasuna son la misma cosa, se podría hablar con una pero no con la otra? Y ¿por qué si, como ha dicho Rajoy, negociar implica ceder, se puede ceder a una pero no a la otra? ¿Por qué una política orientada a evitar más víctimas se considera una traición a éstas o por qué se rechaza de plano la garantía del Gobierno de que no se pagará precio político alguno? ¿En base a qué doctrina puede negar al Gobierno la representación del Estado?

El PP está en su derecho de hacer y decir lo que quiera, pero tiene la obligación de explicar cuáles son sus verdaderas razones. Tiene la obligación de razonar y argumentar y no tiene, en cambio, derecho ni justificación para prestar a los portavoces, supuestos o reales, de ETA la credibilidad que niega al Gobierno, para estar de acuerdo con lo que dice ETA y en desacuerdo con lo que dice y hace el Gobierno. ¿Cómo se les puede creer? Aznar se retiró con su credibilidad bajo mínimos. Rajoy, siguiendo sus pasos, ha arrojado por la borda su capital político. Los españoles que desconfían de él son más del doble que los que le reconocen alguna confianza. Y es comprensible que así sea, porque al no poder explicar por qué se opone a que Zapatero explore las posibilidades de lograr el fin de ETA, es inevitable que muchos se pregunten si comparte o no con la sociedad española el deseo y la voluntad de acabar con el terrorismo o si lo que le irrita es que pueda ser Zapatero quien lo consiga. Ya sé que esto suena duro, pero ¿a qué otra conclusión cabe llegar ante una actitud tan cerrada y tan torpe?

Tan difícil como entender a qué obedece esa actitud es entender adónde conduce. Es claro que debilita la posición negociadora del Gobierno ya que éste, en principio, no puede garantizar que si gobierna el PP respete los acuerdos a que pueda llegarse y eso permite a la banda trabajar con dos cálculos distintos: uno, dar por hecho que el PP no podría ganar unas elecciones en que se comprometiera a paralizar o dar marcha atrás al proceso de paz y a desandar lo andado; otro, dar por hecho que el PP aceptaría lo mismo o más, a la vista de los antecedentes de 1999, si fuera él quien tuviera el protagonismo. Ésa es la principal contradicción de la postura de Rajoy, que su posición perjudica a España, al País Vasco, al Gobierno, al PP y a él mismo en beneficio exclusivo de ETA y Batasuna. Es hora de que Rajoy actúe con ese sentido común, que tanto invoca y tan poco utiliza, pensando en los intereses generales de España, sin sacrificar por ello ni los suyos ni los de su partido, porque todos ellos son perfectamente compatibles y podrían dejar de serlo si, como ya acusa el deterioro de su popularidad, se generalizase la idea de que él y su partido se constituyen en el principal obstáculo para acabar con el terrorismo y normalizar la vida política en el País Vasco.

Zapatero se puede confundir, como cualquiera, pero merece alguna confianza, entre otras cosas, porque no ha cometido errores graves ni en sus cuatro años al frente de la oposición ni en sus dos años al frente del Gobierno. Está convencido de que es posible ganar esta batalla, aun sabiendo muy bien que será larga, dura y difícil. Es probable que el proceso no sea lineal, que se produzcan altibajos, avances, atascos y retrocesos. Y ni siquiera cabe descartar que el ejercicio descarrile. Con el respaldo del PP, la capacidad de maniobra de la otra parte se vería seriamente limitada, y ni el éxito ni el eventual fracaso podrían imputarse a ningún partido en particular. Por eso el problema del PP es muy sencillo y muy grave. Si no se suma al consenso y la operación se cierra bien, quedaría deslegitimado por haber sido el único que se opuso, y si la operación fracasa, más de uno se preguntará, dentro y fuera de su partido, qué habría pasado si la dirección del PP no se hubiera empeñado en obstaculizar el proceso.

La dirección del PP tiene toda la razón cuando proclama que el Gobierno no está autorizado a pagar precio político alguno por el fin del terrorismo. En eso coincide con el propio Gobierno y con todos los grupos parlamentarios. Todos comparten ese criterio. Todos están de acuerdo en que no cabe ceder a las reclamaciones políticas de ETA y la izquierda abertzale, es decir, a la territorialidad y el soberanismo. Ni reconocimiento del derecho de autodeterminación, ni del derecho a la anexión de Navarra, ni vuelta a la legalidad de Batasuna, si no rechaza la violencia. Lo que no puede hacer la dirección del PP es decidir, por sí sola, en qué consiste el precio político, definirlo de modo tan amplio que deslegitime cualquier paso y encarar este asunto con igual desprecio a la opinión pública con el que encaró la guerra de Irak y ahora los bombardeos a la población civil en el Líbano.

Julián Santamaría es catedrático de Ciencia Política en la UCM.

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