Pasaje del terror
Siempre me han hecho mucha gracia las campañas institucionales que animan a los ciudadanos a que dejen el coche en sus casas y se desplacen en vehículos públicos, como el tren o el autobús. Digo que me hace gracia porque la realidad del transporte público, en este país, es aún tercermundista y si no, acérquense a según qué pueblos alejados de Barcelona y verán que es imposible combinar un autobús con el trabajo. Resultado: actualmente las colas no sólo son en la Meridiana y las rondas barcelonesas, sino en muchos de los accesos a las grandes ciudades catalanas. Aunque sólo se enteran los interesados, porque los partes circulatorios se centran, generalmente, en el caos de la capital.
Uno de estos días me animé a coger el tren en la estación de les Borges del Camp, lo que supuso un gran acierto. Siempre me han fascinado los paisajes lúgubres y aquel paraje dio rienda suelta a mi inspiración. Les Borges es un pueblo que en los últimos años ha visto aumentar la población de una manera desorbitada, como pasa en casi todos los municipios que lindan con las grandes ciudades. Pero la mayoría de estas personas continúan trabajando fuera, lo que ocasiona un festival de coches a las horas punta. Hace ya muchos años que Renfe decidió cerrar las siete estaciones entre Móra y Reus, aunque creo que el rosario de estaciones cerradas va mucho más lejos. Cerrar una estación no significa que algún tren no se digne parar; así es que, como les decía, me animé a subir a les Borges. Podía escoger seis horarios, que no está nada mal, y decidí que el de las nueve de la mañana era el que encajaba mejor en mis planes. Fue algo complicado encontrar el sitio justo para dejar el coche, y me lie por un camino que termina en un puente de hierro que cruza las vías. Mi desconocimiento del terreno me indujo a pasar este puente, pero con sólo meter las ruedas delanteras creí morirme de espanto cuando comprobé que dicho puente apenas medía lo mismo que mi coche y que el suelo zozobraba bajo mis pies. Pensé que todo se venía abajo y mi coche y yo íbamos a parar a las vías. ¿Sería sólo un paso de peatones? Horrorizada, hice marcha atrás sin mirar y me empotré contra una chumbera medio muerta. Continué la retirada hasta la carretera y pregunté a un señor que pasaba. Me envió hacia otra dirección y al final abandoné el coche en una calle desierta llena de chalets del lujo y me fui andando por un camino con más chalets y alguna masía centenaria.
La estación apareció a mis pies con toda la intensidad que pueda dar un pasaje del terror. Vaya, pensé, esto es estupendo. Bajé unas escaleras que se caen a trozos y un zapato se me clavó en el hierro de un escalón. El sol era de justicia y la única sombra la daban los árboles medio pelados por la sed que se distribuyen por el andén principal. En aquel momento había una familia magrebí apretujada bajo uno de ellos y tuve la sensación de estar en otro país, muy lejos de aquí. El edificio principal, de color tierra, ha sido repintado de grafitos. Evidentemente, los globos de luz y el reloj están rotos a pedradas, igual que el cartel donde pone Renfe. Las palomas han hecho sus nidos bajo el tejado y los excrementos invaden el suelo; las lagartijas corren a sus anchas por las paredes, mientras que las moscas buscan la mínima humedad del viajante despistado. Oigo un quejido como de perro atrapado y busco dónde puede estar. Me acerco a lo que eran los lavabos, todo machacado a conciencia. Más allá hay una cochera, o quizá unas oficinas. Han quemado parte del tejado de madera y alguien se montó una orgía de fuego con kilos y kilos de papeles y algún armario que nadie se molestó en quitar. Hay higueras sedientas llenas de polvo, muchas chumberas y un cerezo. Llega más gente mientras me pregunto dónde estará el perro. Lo oigo encerrado en el edificio principal, donde pone "jefe de estación". Todo parece muy extraño, incluso el puente totalmente oxidado donde casi me precipito.
Llega más gente y cuando aparece el tren somos 10. El calor es sofocante. ¿Y si un día llueve?, me pregunto. ¿Y los que llegan de noche? Me doy cuenta de que nadie deja el coche allí. Normal. Me marcho angustiada, por mi coche y por los lamentos del perro, que no sé dónde se ha metido. Días más tarde decido averiguar el destino de esta estación y de las otras, que comparten la misma suerte. Renfe pasa la pelota a Adif (Administración de Infraestructuras Ferroviarias). Allí me aseguran que tendré toda la información al momento, pero pasan los días y no hay respuesta. Llamo al Ayuntamiento de Les Borges: Joaquim Calatayud, teniente de alcalde, me informa de que no han conseguido nunca hablar con algún responsable de Adif, que pidieron que se arreglara el puente y les dijeron que cuanto menos se tocara, mejor. Al final el Ayuntamiento ha colocado una luz. Conozco las estaciones de Pradell, Riudecanyes, Capçanes, Duesaigües... Casi todas están lejos del pueblo y no recomiendo que nadie vaya solo. Aunque están ubicadas en medio de bosques que son una maravilla. Pero no todo es desolación: hace un año se abrió un restaurante en la estación de Marçà y pronto será un hotel rural. ¿Cómo lo han conseguido?, se preguntan los otros ayuntamientos. Que alguien nos lo explique.
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