Atletas y turistas
1
Anoche imaginé que volvía a los cines de arte y ensayo de mi juventud a ver las lentísimas y profundísimas películas de Ingmar Bergman, siempre marcadas por largos momentos en los que el silencio se apoderaba, hasta metafísicamente, de la pantalla. En mi juventud estuve viendo ese cine con un respeto enorme hasta que una noche uno de los amigos de la pandilla nos dijo a todos a la salida de una de aquellas películas tan profundas: "Tanto silencio para nada".
2
Volvía a jugar al ajedrez en un pabellón anexo al colegio de los maristas del paseo de Sant Joan. Fueron días de 1963 en los que me quedaba allí todas las tardes practicando aquella actividad inteligente en un intento de compensar y hasta de barrer el ciego polvo que todas las tardes levantábamos con el hermano Julio en el patio de arena del colegio con nuestras exhaustivas prácticas de gimnasia. En aquellos años, el olor a sudor olímpico comenzaba ya a despuntar en la línea del horizonte de la ciudad. Si bien era entonces impensable imaginar que un día el turismo de masas acabaría convirtiéndonos a todos los barceloneses en camareros, ya se notaban los primeros movimientos atléticos de culto inculto al deporte. Jugar al ajedrez era como defenderse de cualquier invasión futura de atletas y turistas. Pero de nada sirvió aquello. Ahora, en estos días, tengo la impresión de que millones de turistas analfabetos observan nuestros movimientos en el circo de arena.
3
Volvía a fumar y lo hacía sin remordimiento alguno porque sabía que un día dejaría de fumar y me recuperaría. Fumaba sin límites y escribir era para mí un acto complementario del placer de fumar. Escribía sobre alguien que se regía por el principio de no fumar jamás mientras dormía, pero el resto del día fumaba; alguien para quien el humo era el sueño del fuego. Era yo, que por fin volvía a ser yo mismo. Yo, que estos días estoy volviendo a ser el que era, estoy regresando poco a poco a la vida, como si despertara de un desvanecimiento. Hasta me he disculpado ante mis superiores y, en uno de mis rodeos humorísticos, he alegado un pequeño desmayo de varias semanas.
4
Se habla ahora tanto de China. Sin embargo, hubo una época, ya algo lejana, en los que mi hermana Teresa era la única pintora china de la ciudad. Yo, por mi parte, me dedicaba a estudiar El Libro Rojo de Mao Zedong. En una reunión clandestina cuyo centro espiritual era aquel libro nos avisaron de pronto de que venía la policía a detenernos y tuvimos que saltar precipitadamente por las ventanas del entresuelo que daba a la plaza del Sol. Cuando ya habíamos alcanzado la calle, el más inteligente de los nuestros dijo: "Comprender la China no sólo es tarea imposible, sino inútil". Después de oír esto, algunos ya no volvimos a poner en peligro nuestro pellejo por un Libro Rojo cualquiera.
5
Volvía a escribir mi libro más conocido y lo hacía deliberadamente sin el menor nervio, para no caer en el riesgo, por remoto que fuera, de pasar a los anales (palabra horrible) de la historia de la literatura. Volvía a enamorarme de mi primer amor y volvía a perderlo cuando un amigo me advertía de que, cuando la mujer tiene virtudes masculinas, es para salir corriendo y, cuando no las tiene, es ella misma la que se larga enseguida.
Volvía a ser joven y leía por primera vez el poema No volveré a ser joven, de Jaime Gil de Biedma. Y volvía a tener veintitantos años y a ver a escritores mayores que me impresionaban porque parecían vencidos, derrotados; se les notaba vagos y parecía que no se interesaran por nada. No hace mucho, supe que de joven Paul Auster había tenido con los escritores mayores impresiones parecidas y que ahora que ha envejecido se ha dado cuenta de lo que les pasaba a aquellos viejos: sentían que nadie iba a ser capaz de cambiarlos, que no vendría ningún jovencito a descubrirles nada.
6
"El viajero ve lo que ve. El turista ve lo que ha ido a ver" (Chesterton). "El tiempo que pasan los deportistas corriendo, lo pasan preguntándose por qué corren" (Georges Perec).
7
Volvía a esa duodécima planta a la que acudo cada tarde para una inyección intravenosa dentro de un tratamiento que intenta liquidar una bacteria hasta hoy única y desconocida -la olopdrysdizina- que no me ha sido posible liquidar por vía oral.
Esa duodécima planta no puede ser más extraña, es la extrañeza misma. Hay un cartel muy visible que advierte: "Se admiten conductas positivas. No se admiten actitudes que induzcan al desánimo". A simple vista, por la forma de sus sillones, la planta entera parece una peluquería de señoras, un salón de belleza. Los enfermos no son muchos, una minoría selecta. Aunque es bien sabido que en una minoría selecta hay una mayoría de imbéciles, mi duodécima planta debe de ser el único lugar del mundo donde no se da ese caso. Las conversaciones que de sillón a sillón tienen los enfermos son exquisitas, de una inteligencia sorprendente, y se diría que están dando la espalda a la ciudad de los atletas y los turistas. Cada día analizan en la enfermería anexa si sigo albergando la no menos exquisita olopdrysdizina y cada día imploro a los dioses que no me obliguen demasiado pronto a regresar de lleno a la pavorosa realidad de la ciudad olímpica.
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