Un poco de turismo
Al observar que Barcelona se llenaba de turistas ingleses, decidí marcharme unos días a Londres para compensar. No fui más original que los demás y experimenté las sensaciones propias del viajero: la emoción de ser humillado y dirigido a múltiples colas y retrasos. A falta de una auténtica espontaneidad, el turismo nos proporciona la posibilidad de perder unas maletas, sufrir el retraso de un vuelo, pelear por un taxi o unas emocionantes turbulencias. Londres, por suerte, seguía estando allí, con su potentísimo atractivo. Una hora después de dejar las maletas, salí en busca de catalanes y entré en el céntrico bar Sirocco, que se anuncia con el inteligente enunciado de "sports, bar and dance" (los tres pilares de la humanidad) y ofrece a su clientela cuatro pantallas gigantes para, en este caso, ver el homenaje de despedida a Dennis Bergkamp, ídolo holandés del Arsenal. Allí vi a mis primeros dos catalanes deambulando sobre el césped del nuevo Emirates Stadium: Cruyff y Rijkaard. Son catalanes de segunda, es cierto, pero se colaron en una fiesta que dignifica la carrera de un jugador que se negó a subir a un avión, dicen que por pánico a volar aunque yo sospecho que por miedo a ser tratado como la milésima oveja de un rebaño de zombies.
En lo que a turismo se refiere, Londres es el modelo en el que se inspira Barcelona. Allí donde no llega la monumentalidad llega el comercio, que se rige por la museística de la franquicia. Y si uno ya no tiene fuerzas o dinero para participar de estos circuitos, quedan espacios felizmente gratuitos: parques, bancos a orillas del Támesis y los sofás de la librería Waterstone's, donde uno puede pasar largar horas leyendo libros en un idioma que casi no entiende y disfrutar con títulos tan prometedores como A short history of tractors in Ukrainian, de Marina Lewycka. Pero el reposo es efímero. Al turista se le exige que se mueva y eso hago: cruzar a la carrera los inmensos espacios del Museo Británico, con una notable presencia de visitantes catalanes. Y quien dice el Museo Británico dice el London Eye, una denominación metafórica para bautizar a una supernoria que, a diferencia del museo, es de pago (que el museo que certifica el mayor saqueo cultural de la historia sea gratuito tiene un perverso retintín a justicia poética). Allí donde vayamos, los catalanes no desentonamos con la masa y lucimos la misma expresión agotada y el indispensable elemento que nos identifica: una botella de agua. El agua envasada es el gran elemento identitario del turista masificado, lo cual explica las sospechosas olas de calor que nos afectan. ¿Que aun te quedan fuerzas? Súbete a un autobús y llégate hasta Stamford Bridge, el campo del Chelsea. Tienen un museo indigno de este nombre en el que, a cambio de una pasta, puedes ver el campo y poca cosa más. Miento: si dices que eres del Barça, siempre habrá un simpático empleado que te hablará mal de Messi. ¿Que te queda dinero? Gastátelo en algún restaurante, pongamos en Le Palais du Jardin, donde, con un poco de suerte, te tocará comer junto a Charles Spencer, conocido entre los calumniadores como el hermano aprovechado de la princesa Diana. Pese a todas las maldades que se le atribuyen, bebe vino blanco y parece sonreír para no llorar.
Puede que, como tantos catalanes de paso por Londres, hayan calculado mal el presupuesto y la morterada invertida no les dé para nada: no se desanimen. El secreto de Londres, como el de su alumna Barcelona, consiste en renovar constantemente su población flotante. Lo ideal es acumular paganos de cuatro o cinco días de frenético gasto y que vengan otros inmediatamente a arruinarse en el menor tiempo posible. Doy fe de que lo logran con una exquisita naturalidad y una oferta cultural espectacular. Ejemplo: la exposición de Kandinsky en la Tate Modern o la de Modigliani en la Royal Academy of Arts. En esta última, coincido con un catalán exhausto, acompañado de su hijo pequeño. Cuando les pregunto que les parece la exposición, el niño responde: "No m'agrada. Massa colls llargs. I el Modigliani aquest, s'assembla al Mister Bean". Lo dice con una entonación que refleja un sentido inconformista de la vida. Pese a su tierna edad, ya tiene madera de turista agrio y eso me conmueve. Es el mejor legado que podemos dejar a las generaciones venideras: el "no había para tanto", el provinciano deseo de sentirse superior desde la inferioridad y, sobre todo, una pertinaz amargura con todo lo que nos rodea sobre la que fundamentar el recuerdo de nuestro malestar. ¿Más cosas de Londres? Todo el mundo intenta hablarte en español. Fui a ver la película Stormbreaker, un ameno ejercicio de acción para adolescentes ambientada en una Londres actual y atractiva. Pero cuando faltaba un cuarto de hora para el final se fue la luz y nos desalojaron. Y como todos los que salimos disparados del cine pensábamos en los terribles atentados del año pasado, nadie se quedó para reclamar. O sea que si alguien la ha visto y puede contarme el final, se lo agradeceré.
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