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Columna
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Fútbol de verano

El fútbol nunca me interesó demasiado. Soy capaz de emocionarme con esos encuentros que adquieren la categoría de acontecimiento, pero lo haría igual con un partido de béisbol, y ni siquiera conozco las reglas. O sea, que mi emoción procede del contagio de la gente que logra transmitir sus vibraciones a un facilón como yo. A pesar de ello, en las últimas semanas hubiera sido casi imposible sustraerse al vendaval futbolero que impusieron los campeonatos mundiales, así que decidí dejarme arrastrar a la pasión.

Tuve la suerte de que un buen colega me incluyera en uno de esos viajes de empresa que te llevan y te traen en el día para presenciar el debut de la selección española frente a la de Ucrania. Y allí me vi en el estadio de Leipzig, como un hincha cualquiera, enfundado en una camiseta roja con las letras de España y rodeado de tipos pintados como apaches que gritaban proclamas sobre la invencible condición de nuestra escuadra. Ya se sabe que cuando estás lejos de tu país es cuando afloran con mayor facilidad los sentimientos nacionales más adormecidos.

En aquella grada teñida con los colores nacionales lamenté que sólo el deporte pusiera a los españoles bajo una misma bandera y constaté el daño que ocasionan quienes ostentan con fines partidistas una enseña que nos pertenece a todos. Abundé en esta reflexión cuando, tras unos minutos de arrebato general por la presencia en el campo de nuestros "gloriosos" gladiadores, sonó por la megafonía del estadio el himno nacional. Para mi personal asombro, descubrí que la Marcha Real era interpretada por miles de aficionados que, en sus ansias de participar activamente del momento patrio, le pusieron letra. "Lo lo, lo, lo, lo, lo, lo...", y así hasta el final. Un texto sencillo sí, pero cantado en masa te pone un nudo en la garganta. Gocé de lo lindo, y aquel 4-0 que tuve el inmerecido privilegio de presenciar resultó ser histórico, desatando la euforia sobre las posibilidades de nuestro conjunto. Nos veíamos en Berlín. Ese día entendí hasta qué punto el entusiasmo altera la realidad. Fuimos fuertes con los débiles y débiles con los fuertes, y la poderosa Francia nos mandó a casa. Y en casa, por entonces, ya estaban liados con las elecciones del Real Madrid. Una movida aún más incomprensible para los no iniciados. Dudo mucho que la campaña electoral para la alcaldía de Madrid mueva tanto dinero como el que los señores candidatos gastaron en el intento de alzarse con la presidencia del Club Blanco. Coincidirán conmigo en que ninguno de los contendientes respondía al perfil de un filántropo. Más allá de las influencias y de la proyección pública, la presidencia de un gran club debe proporcionar satisfacciones económicas "realmente" importantes. Todo esto importaría un pimiento a un "no aficionado" como yo si no fuera porque los clubes han mostrado su poderío en asuntos extradeportivos como el urbanismo, casi nunca para bien.

De mayor trascendencia es aún la influencia que el fútbol y sus estrellas tienen sobre los comportamientos sociales, especialmente en los chicos. Que la imagen del Mundial 2006 sea el cabezazo de Zidane es una auténtica desgracia. Habrá millones de cabezazos por culpa de ése. No es justo, sin embargo, que el jugador cargue en solitario con la responsabilidad de tan nefasto proceder. Ningún deporte desata tantas pasiones como el fútbol, y todo lo que ocurre en él debería ser ejemplarizante y ejemplar. Es sin duda el deporte rey, y nadie cuida las manos que lo manejan.

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