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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los piojos

Jordi Soler

Debe de ser vertiginoso el camino que recorre un piojo. No se sabe bien cuál es el secreto de su desasosegante capacidad de expansión, no se sabe si están organizados, si tienen estrategias o si van improvisando como músicos de Jazz, y de buenas a primeras, según el rumbo que lleve la melodía de su ánimo, brincan a una cabeza y luego a otra. El camino que recorren debe de ser vertiginoso porque viven y trabajan en cabezas, que suelen ser territorios movedizos e inestables, y hasta fugaces: pensemos en un piojo cuando el dueño del territorio que habita se sube a la moto sin casco. O pensemos en esta otra posibilidad, nada remota: un turista chino arrima demasiado la cabeza a la del camarero que lo atiende en una terraza de paseo de Gràcia y en lo que pide un bocadillo y una caña, le brinca una pareja de piojos, dos ejemplares que al camarero le había pasado su hijo, que, a su vez, había recibido estos piojos cuando arrimó demasiado su cabeza a la de un compañero de la escuela. Al día siguiente el turista chino aborda un avión rumbo a Beijin, sin saber que hace 18 horas que un par de piojos trabajan hasta la extenuación para colonizarle la cabeza. Al llegar al aeropuerto de la ciudad donde vive, el turista se abraza efusivamente a su novia y el par de piojos dejan a su prole inoculada en el cuero cabelludo de él y se pasa a conquistar la cabellera de ella; un acto simple que, mirado con objetividad es la conquista de China.

En su brincar de cabeza en cabeza, no sabemos si los piojos están organizados, si tienen estrategias o si improvisan

La semana pasada uno de mis hijos llegó a casa y se sentó a vermirar las aventuras de Oliver y Benji en la televisión; lo de aventuras es un decir porque en los capítulos de esta serie de dibujos, lo que puede verse, y entenderse, es un partido de fútbol a cámara lenta, en un estadio japonés, lleno de digresiones excéntricas; por ejemplo, Oliver dispara al arco y en el tiempo que tarda el balón llegar a las manos del portero o al fondo de la red, se nos cuenta en generoso flashback la historia de una amistad.

Yo trataba de entender el subtexto de las palabras que decía Oliver a su amigo de nombre, digamos, Takeshi, cuando en un vistazo que le eché a mi hijo (para ver si él si comprendía el subtexto), vi que una criatura pequeña y oscura correteaba por su cabeza. Di por perdido el hilo de la digresión de Oliver y, desoyendo las airadas protestas de mi hijo, me puse a revisarle la cabeza, no mucho tiempo porque de inmediato vi, con cierto horror, que la tenía llena. "Tienes piojos", dije y mi declaración armó algún revuelo doméstico. Llegó mi hija corriendo a verle los piojos a su hermano y mientras se asomaba con aire triunfal a comprobarlo, vi que también por su cabeza correteaban un par de ejemplares, y estaba a punto de decirlo cuando mi hijo, que en ese momento estaba siendo escrutado por su hermana, me preguntó: "¿y qué es eso que tienes en la ceja izquierda?, ¿no es también un piojo?". "Estamos invadidos", dije. Mi frase sonó banal porque cayó sobre el fondo musical con que acaban las aventuras de los futbolistas japoneses. Lo primero que se me ocurrió fue buscar información en Google; sin agitar mucho la cabeza para no dejar mi ordenador infestado, escribí "piojos" y de inmediato aparecieron cuatro o cinco páginas de Los Piojos, un grupo de rock argentino que a juzgar por su presencia masiva en la Red debe de tener mucho éxito. Después venían una serie de páginas dedicadas al bicho que nos había invadido la cabeza; de éstas iba leyendo datos en voz alta que terminaron sumiéndonos en la miseria. En el sitio madrescontralospiojos.com, leí que estos parásitos se alimentan de sangre, como los vampiros, que viven entre 16 y 30 días y que pican un promedio de seis veces cada 24 horas. El dato que verdaderamente nos deprimió es éste: tenemos comezón en la cabeza porque el piojo, al chuparnos la sangre, también nos inocula su saliva. "Hay que actuar rápido", dije, espantando un piojo que quería metérseme en la boca, "porque una cosa es tener piojos, y otra andar con la cabeza llena de saliva".

Fuimos a la farmacia a comprar un super champú de Tea Tree (16 euros) y un peine metálico ranurado (14 euros). Cuando estábamos a punto de comenzar el tratamiento llegó nuestro vecino, un brasileño dado a los remedios exóticos que, al ver que habíamos comprado material para erradicar a los piojos, corrió a su casa a por unas velas de cebo negro y aseguró que, así como los tomates crecen mejor cuando se les ponen unos cascos (en sus supuestas orejas) con música de Mozart, los piojos caen liquidados cuando se les tocan, a buen volumen, los hits de Motor Head. De manera que encendimos las velas de cebo negro, aplicamos el champú antipiojos, nos pusimos un gorro durante media hora para potenciar sus efectos, después nos enjuagamos la cabeza y nos peinamos con el instrumento de 14 euros mientras oíamos, a todo volumen, canciones salvajes de Motor Head, combinadas (ésta fue mi aportación) con piezas desgarradoras de José Alfredo Jiménez. No se en qué proporción ayudó cada uno de los remedios, pero el resultado fue incuestionable: los piojos han sido erradicados, y la verdad, no queda claro si aplicamos una estrategia, o si fuimos improvisando como músicos de jazz.

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