Tranquilos y nerviosos
Se celebran los cuarenta años del Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Una exposición, un catálogo y una pequeña fiesta reunió en la plaza frente al museo a curiosos, implicados y supervivientes de aquella generación de modernos ordenados. Los abstractos españoles, que ya se habían encontrado en El Paso, en la galería Juana Mordó o en otras galerías de Barcelona, de Sevilla o de otras ciudades, aún no habían encontrado el lugar adecuado para que sus obras respiraran. Un lugar donde sus obras tuvieran espacio y aire. Volver al museo de Zóbel, al canon abstracto de Zóbel, es comprobar que las obras se pueden ver. Y no solo mirar beatamente como sucede en tantos museos. Allí todo tiene equilibrio. El museo es sobrio y hermosamente tranquilo. Fernando Zóbel tenía buena vista. Las obras de Chillida, Guerrero, Sempere, Palazuelo, Rivera o Millares, parecen mejorar con los años. Encontraron su lugar adecuado hace cuarenta años y todavía hoy están cómodos en su espacio. Parecen rejuvenecidos con el tiempo. Cuando Alfred Barr, responsable del MOMA, visitó el museo de Cuenca declaró que era el pequeño museo más hermoso del mundo. Habrá otros pero están en éste. Tropezar de nuevo con la Brigitte Bardot de Antonio Saura, es como volver a la moderna convulsión de los años sesenta. La Bardot era una chica que siempre parecía estar en Saint-Tropez y nosotros queríamos ser de la nouvelle vague.
En Cuenca, entre sus calles, sus hoces y sus puentes, rodó Carlos Saura Peppermint Frappé, una película en la que se enfrentaban dos españas. Una, cerrada y sacristía, con obispos apocalípticos y trajes oscuros. Otra que se abría al mundo, que perseguía a una silenciosa y rubia Geraldine Chaplin, que se paseaba por las abstracciones de los modernos artistas del museo o que bailaba con la música en inglés de Teddy Bautista y sus Canarios. Un mundo en colores, otro en negro. No en el blanco y negro del pop sino en la negritud de algunas procesiones. Al lado del pippermint sonaban los tambores de Calanda. Nadie bebe pippermint, pero los tambores siguen sonando, anacronismo buñuelesco. Rotundo sonido para no olvidar de dónde venimos.
La fiesta siguió sin pippermint. Los nuevos mecenas, la Fundación Juan March, en la voz de su director, Javier Gomá, el ensayista posorteguiano, que prometió ampliación y reforma de ese espacio de nuestra modernidad abstracta. A su lado Gustavo Torner, que con Martín Chirino representaban allí a los penúltimos supervivientes del grupo de Cuenca, sonreía tranquilo. Ya no era necesario salir en las revistas de las peluquerías para que los profesionales te hicieran caso. Los presagios de Cirlot ya no son lo que fueron. No hace falta asomarse a las revistas del corazón. Los mecenas están más atentos a las desgravaciones de Hacienda que a los huecograbados en color.
Lo contrario de ese espíritu tranquilo, de aquellos artistas que hicieron su silenciosa revolución desde una apacible ciudad de provincias, fueron los ruidosos protagonistas de la movida. Tomaron los bares, las calles, las músicas, las fotografías y el cine de los años ochenta. Ahora, subvencionados por liberales de la derecha, celebran sus primeros veinticinco años. El casto fotógrafo de la movida, Pablo Pérez Minguez, abre su armario y deja salir todos los colores, los rostros, las provocaciones, los ruidos y las furias de aquellos laberintos de pasiones. La ciudad era nerviosa, los artistas vivían en continua temporada de rebajas. Calamares por aquí, boquerones por allá. Todo se mezclaba. Los chicos de provincias que habían venido a vivir a un Almodóvar, antes de que Almodóvar fuera quién es, se liaban por las noches con los burgueses, aristócratas y otros chicos bien de aquél montón que consiguieron vivir durante unos años en una poscastiza edad de oro.
Veinticinco años después, las fotos de Pérez Minguez, parecen una galería de amados monstruos. Los rostros más hermosos y los más excéntricos de una tribu que sin hacer nada muy duradero -excepciones al margen- componen un recorrido por las pequeñas mitologías de nuestra posmodernidad. No seríamos tan guapos, pero estábamos delgados. Después llegó la temporada de derribos. Los pijos volvieron a sus cuarteles de invierno, los malditos se buscaron la vida, los heterodoxos se reconvirtieron, muchos se perdieron y algunos todavía no se han encontrado. Ahora son imágenes para la pequeña historia visual en un museo de arte contemporáneo de una ciudad que sigue sobreviviendo al caos. Una ciudad que crece sobre sus contradicciones. La derecha, católica y liberal, la misma que se arrodilla ante el Papa, subvenciona la memoria de nuestros años de libertinaje. Las fieras están domesticadas. Se las puede visitar en un cuartel que fue de un conde duque. Algunos no han perdido la esperanza de que algún día llegue Godot. Cien años después del nacimiento de Samuel Becket, seguimos aprendiendo a vivir en el absurdo
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