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Columna
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Sacrificio

QUIZÁ POR la enorme fractura, también generacional, sufrida por Rusia tras la caída del régimen comunista, se explique que hayan coincidido en el mismo año, 2003, la realización de dos películas sobre el tema de la conflictiva o, en todo caso, atormentada relación del padre con sus hijos varones. Me refiero a El regreso, de Andrey Zviagintsév, un cineasta novel, y Padre e hijo, del ya veterano Alexandr Sokurov, ambas respectivamente premiadas en los festivales de Venecia y Cannes, entre otros galardones cinematográficos. Aunque estos filmes no pueden ser, narrativa y estéticamente, más antitéticos, coinciden ambos en plantear un mismo tema: el del sacrificio del padre, que no es otro que el de la aceptación por parte de éste de su desaparición física y/o simbólica. La mítica última película del desaparecido Andrei Tarkovski, titulada significativamente Sacrificio, versada sobre esta misma cuestión, si bien, en este caso, siendo el hijo de muy corta edad, mientras que las que ahora comento tratan de adolescentes en el momento de entrar o de salir de esta problemática edad.

Pero lo que relaciona a estas tres obras no es sólo su común tema, sino la insólita manera de abordarlo, que no se ciñe, como suele ser habitual en nuestra época y en Occidente, a una perspectiva psicológica o social, sino que las desborda para centrarse en su dimensión moral o, si se quiere, "espiritual", "filosófica" y hasta "religiosa". Desde este último punto de vista, y en clave cristiana, el asunto no es precisamente baladí, porque, como sabemos, lo que se nos cuenta es precisamente el sacrificio del hijo, dolorosamente asumido por éste ante el "silencio" del padre, que es el silencio -hay que pensar que no la indiferencia- de la ley, justo lo contrario de lo que plantean los tres filmes rusos citados.

Fijándonos ahora, no obstante, en la película de Sokurov, cuya acción transcurre en un indeterminado tiempo actual en una pequeña ciudad costera de la Rusia meridional, nos encontramos con la historia de un joven soldado, de apenas 20 años, que lo es por su mítica adoración hacia su padre, un veterano oficial todavía en sazón, de unos 40 años, que ha abandonado el ejército por las secuelas de una herida pulmonar en combate y, sobre todo, la repugnancia moral que arrastra por las desastrosas hazañas bélicas que ha conocido. De todas formas, este trasfondo queda casi anulado por la atormentada tensión amorosa que viven cotidianamente padre e hijo, sabiendo implícitamente ambos que la supervivencia de uno depende de la anulación del otro.

Salvo el primer plano del inicio, que representa, mediante una perspectiva invertida, el abrazo de ambos, mientras el hijo le narra, dormido, la pesadilla que está soñando al padre que trata de tranquilizarle, el resto del filme sigue severamente un modo narrativo de planos y contraplanos sucesivos, los cuales no hacen sino ilustrar lo anunciado en el comienzo onírico: la salida voluntaria del padre del escenario existencial filial. ¿Desmitificación paterna? Sokurov no parece conformarse con esta salida convencional, sino que nos lleva al reconocimiento del otro más allá de los enajenantes papeles asignados; esto es: al misterioso poder del amor, ley humana por encima de las leyes.

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