Para crecer, madurar
El pasado día 18 de junio por la tarde, mientras la jornada de votación referendaria iba tocando a su fin, diversos teléfonos móviles de dirigentes y cuadros de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) recibieron un mensaje de texto cuyo eufórico contenido era el siguiente (traduzco del catalán): "La participación puede estar sobre el 40-45%. Es una derrota muy seria del pacto Mas-Zapatero. La sociedad catalana ha dado la espalda al Estatuto recortado. Poco más del 30, menos del 40% del censo habrá apoyado la vía autonomista. El próximo referéndum será para ejercer el derecho a decidir. Entonces ERC será la principal impulsora del sí. Per quan vingui un altre juny, esmolem ben bé l'Esquerra".
El remitente del mensaje no era un veinteañero miembro de las Juventudes republicanas, ni un exaltado militante de base, sino un respetable cincuentón, diputado desde 1995 y, hasta pocas semanas antes de redactar el citado SMS, consejero en el Gobierno de la Generalitat. Sin embargo, ni la dilatada carrera política, ni las altas responsabilidades orgánicas e institucionales le habían bastado para aprender a distinguir entre los deseos y la realidad, entre la coherencia ideológica y el infantilismo político.
Se trata, por supuesto, de una anécdota, pero una anécdota significativa de algunos de los problemas que han aquejado a Esquerra Republicana durante los últimos meses. En efecto, se necesita una miopía severa para interpretar la alta abstención en el referéndum estatutario como un rechazo de la senda autonomista y un síntoma de crecimiento del autodeterminismo o el independentismo. El propio presidente del partido, Josep Lluís Carod Rovira, ya se alejó de tales ofuscaciones voluntaristas en la misma noche del escrutinio y admitió que, al contrario, para ERC la jornada del 18 de junio había supuesto un tropiezo. Lo corrobora un análisis minucioso del recuento de votos: así, en capitales de comarca como Banyoles o Les Borges Blanques, gobernadas por Esquerra y donde ésta obtuvo más del 30% de los sufragios en las autonómicas de 2003, la participación referendaria se situó 7 puntos por encima de la media, mientras que el no apenas descollaba; poblaciones menores de la Cataluña más nacionalista que habían dado a los republicanos apoyos de entre el 30% y el 40% (Argençola, Malla, Agullana, Arbúcies, Cadaqués, Planoles, Flix...) acudieron ahora a las urnas hasta en un 65% o 70% del censo, y otorgaron al no registros entre el 15% y el 21%. ¿Dónde crece, pues, el independentismo? ¿En Badia del Vallès, Sant Andreu de la Barca, Rubí, Badalona, Sant Adrià y Santa Coloma de Gramenet, por citar algunos de los municipios con más abstencionistas el 18 de junio?
Alrededor del desgraciado -para Esquerra- episodio del Estatuto, los dirigentes de ésta han incurrido a mi juicio en dos errores de consideración. Uno consistió en creer que los 300.000 nuevos votantes ganados en el ciclo electoral de 2003-2004 eran adeptos de la independencia y, por tanto, susceptibles de plantarse contra viento y marea en un no fuerte y rupturista, cuando en su gran mayoría eran autonomistas muy enfadados con los pactos CiU-PP, sí, y deseosos de un nacionalismo más musclé, también, pero no hasta el punto de poner en peligro la vajilla; según una encuesta del pasado fin de semana en El Periódico, el 66,4% de los votantes de ERC juzgan desacertado el no al Estatuto. La otra equivocación fue dejarse llevar por el síndrome extraparlamentario del cuanto peor, mejor y, una vez tomada la opción del no, provocar sin disimulo su expulsión del Gobierno tripartito, convencidos de que la subsiguiente victimización les favorecería. Más aún: el 11 de mayo, una vez consumada la ruptura, la cúpula de ERC decidió -contra los deseos de Pasqual Maragall- que no sólo se marchaban sus seis consejeros, sino todos los altos cargos republicanos de la Generalitat; así, el portazo sería más ruidoso... Los efectos de esta innecesaria estampida están a la vista, por ejemplo, si analizamos a qué afinidades ideológicas ha favorecido la reciente adjudicación de licencias de la Televisión Digital Terrestre (TDT). ¡Santa inocencia!
Como consecuencia de todo ello, y después de una estancia de 30 meses en el poder, el hecho es que Esquerra Republicana afronta las elecciones catalanas del próximo otoño con ánimo más bien inquieto, en todo caso muy lejos de los optimismos de noviembre de 2003; si entonces el veterano partido se sabía imprescindible para la formación de gobierno, parecía predestinado a un crecimiento continuo y acariciaba, a cuatro años vista, la idea de lograr el sorpasso sobre Convergència, de reemplazarla como fuerza hegemónica y central del nacionalismo, en cambio hoy ERC recela de una eventual "gran coalición" CiU-PSC, teme sufrir una pérdida de votos y cifra sus objetivos en revalidar los actuales 23 diputados. Algo para lo cual juzga preciso poner toda la carne en el asador: tándem electoral Carod-Puigcercós, llamamientos dramáticos al cierre de filas, palabras gruesas contra los elementos díscolos, etcétera.
Sí, ciertamente, Esquerra conserva intacta una nada desdeñable cuota de implantación institucional y territorial (130 alcaldes, más de 1.300 concejales, decenas de diputados provinciales y consejeros comarcales...), posee un puñado de dirigentes capaces y tiene un importante papel que desempeñar en el futuro de este país. Pero para rentabilizar este potencial debe practicar la política "realista", "posibilista" y madura que defendía Carod en una entrevista reciente. Debe hacerlo sobre la Cataluña real, no sobre esa Syldavia independentista con la que fabulan algunos. Tiene -y no le será fácil- que volver a hacer creíble su marchita equidistancia. En definitiva, ERC está obligada a mostrar de una vez por todas de qué va: si de fuerza de gobierno, con sus grandezas y sus servidumbres, o de Pepito Grillo crítico y testimonial.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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