Los genios nunca llevan la bandera
En la literatura y en el fútbol la verdad nunca está ni en los adjetivos, sino en los nombres y en la subversión. Por eso, personalmente siempre he desconfiado de los equipos a los que se les suponen determinadas virtudes o defectos innatos, como si los que saltasen al césped de los estadios no fuesen once personas, sino una estadística, o un manual de historia, o una bandera. De hecho, ésa es la gran diferencia entre las dos semifinales del Mundial: la de ayer la jugaron dos selecciones cuyo nombre es un adjetivo tan incontestable que parece una dictadura de ocho letras, o de seis, porque decir fútbol "italiano" o "alemán" es dar por descontado que eso explica por sí solo una filosofía, un carácter y un estilo de juego; la semifinal de hoy es justo lo contrario, y si dices "fútbol francés" o "fútbol portugués", en realidad no estás diciendo nada.
"El espectador no debe dejarse engañar y creer que cualquier forma de rodar es lícita"
Prefiero mil veces la segunda opción, porque es la que suele permitir que el reloj de los partidos lo lleven gente como Luis Figo o Zinedine Zidane, en lugar de esa fábrica de cemento rápido pintada de azul que se llama Gattuso y lleva el ocho en la espalda. Hay que ver, ni más ni menos que el ocho, que en el fútbol es el cuarto número que más importa, después del diez, el cinco y el seis.
En el fondo, la final del domingo va a ser eso, un combate entre un fútbol nacional y otro cosmopolita, uno que apelará a tradiciones congénitas y otro que querrá representar valores universales. Zidane nunca quiso parecerse a otro francés, sino a Francescoli, que era uruguayo, y si la genialidad fuera un país su pasaporte sería el mismo de Maradona, Cruyff o Di Stéfano.
El nacionalismo deportivo suele tener un problema, y es que a menudo vive con las ventanas cerradas y más atento a su pasado que a la realidad. Qué se lo digan, una vez más, a Brasil o a Inglaterra, cuyas únicas dos opciones son, campeonato tras campeonato, o imitarse a sí mismas o imitar a los demás, lo cual suele darles el mismo mal resultado, a los ingleses porque nunca ganan y a los brasileños porque no ganan siempre, que es lo que ellos consideran su destino natural, o ganan copiando, de medio campo hacia atrás, lo peor del fútbol europeo, lo que hace que sus derrotas no sólo se interpreten como un fracaso, sino también como una traición.
Francia o Portugal pueden estar el domingo en la gran final de Berlín y el que esté puede perderla, pero eso no será tan importante. Lo que todos los que adoramos el fútbol vamos a recordar de este Mundial es la majestuosidad con que Luis Figo o, sobre todo, Zinedine Zidane exprimieron los destellos terminales de su talento. "La última gota es siempre una lágrima", dice el poeta hebreo Yehuda Amijai. Es verdad, pero no siempre: la última gota, también puede ser un diamante.
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