Fuerza y misterio
"Es una disculpa inglesa", escribía Nuno Júdice en uno de los poemas de Meditacão sobre Ruinas. La presión de los periódicos ingleses para que sancionaran a Figo ha sido eso mismo: una disculpa inglesa, una falta de juego limpio. No bastaba con lo sucedido en Nuremberg, donde Portugal perdió a Deco y a Costinha, se quedó con Ronaldo lesionado y con casi todo su equipo con tarjeta amarilla. Fue una carga holandesa, con ayuda de un ruso incompetente (o tal vez no) al que le dieron un silbato, tarjetas amarillas y rojas y la orden de disparar. Pero los ingleses querían más. Como también dice el poeta: "Hay que seguir en este mundo reglas que la naturaleza / humana no consigue alterar". Si, en Inglaterra, hubo quien, a pesar de todo, intentase hacerlo, a eso se le llama "disculpa inglesa". O miedo. O simplemente trampa.
Mi ilustre amigo el profesor José de Faria e Costa, en un artículo publicado en Revista de Legislação e Jurisprudencia, en el que se pronuncia a favor de un derecho penal no obsesionado con la seguridad, subraya la paradoja de este "tiempo de post modernidad": por un lado, se repite, "casi hasta la saciedad la idea de menos Estado, es decir, menos Estado social", por otro, se glorifica al "Estado sancionador". "Menos Estado interventor, más Estado de la seguridad". Esta tendencia, expresión de la ideología dominante, se refleja también en las estructuras directivas del fútbol mundial: permisivas con la influencia de las grandes marcas, autoritarias en relación con el juego propiamente dicho. Puertas abiertas a los grandes negocios, reglas cada vez más estrictas, traducidas en medidas disciplinarias durísimas, tarjetas amarillas por todo y por nada, que aterrorizan a los equipos, inhiben a los jugadores y estropean muchas veces la belleza del juego. Y encima, esta tentación de la seguridad no se aplica del mismo modo a todos. Unos son menos y otros son más. Para los primeros, mano de hierro, para los otros, mano leve. Ya en 2002 hubo un equipo, Corea del Sur, llevada en andas, mientras Italia y España eran destrozadas por duros arbitrajes encomendados. Este año, en el Alemania-Suecia, se vio al árbitro advertir cautelosamente a los jugadores germánicos que cometían faltas y tirar inmediatamente de tarjeta amarilla cuando se trataba de los suecos. ¿Y qué le pasaría a cualquier jugador que hubiera atropellado a Ronaldinho Gaúcho como hizo un holandés con Cristiano Ronaldo? La crítica verbal del presidente de la FIFA al ruso Ivanov no me convence. Su arbitraje es resultado de las ambigüedades y de las hipocresías de la FIFA, de su permisividad en relación con unos y de su celo punitivo en relación con otros. Como dice Faria e Costa, "la tolerancia cero que se pretende implantar en todas partes" (y en el fútbol también) "es vecina de la intolerancia". Y da lugar, en el fútbol como en todo lo demás, a grandes desigualdades de trato. Como todos los dogmas y todas las tentaciones autoritarias.
Desde que se televisan, he visto todos los mundiales. Éste, por el momento, es uno de los peores, en lo que respecta a la calidad del fútbol. Nada que ver con el de 1970 en México, o el de 1982 en España, o incluso el de 1986, otra vez en México, donde Maradona apareció con todo su esplendor. Diríase que el fútbol se ha burocratizado. Tacticismo lo que más, inspiración lo que menos. Me adormecí en el Suiza-Ucrania. Hay talentos. Pero Cristiano Ronaldo ya ha sido castigado por eso. Messi ha estado casi siempre en el banquillo, Kaká es bueno, pero el marketing sigue enfocando a Ronaldinho. Esperemos que las musas desciendan sobre los estadios. Y que el duende de Lorca haga de las suyas, aunque sea, como él decía, "en los bordes de la herida".
Oscilamos entre el discurso panglosiano de los sucesivos gobiernos, para los que siempre está todo bien en el mejor de los mundos, y el esnobismo escéptico de los comentaristas profesionales, que se puede resumir en el verso de António Nobre: "¡Qué desgracia nacer en Portugal!". ¿Por qué, entonces, la fiesta por la selección, si es cierto, como algunos repiten tan a menudo, que el fútbol nada resuelve, ni las deudas, ni el déficit, ni el desempleo, ni las desigualdades sociales, ni la crisis de la educación que, por desgracia, no puede superarse en contra de los profesores? He aquí un misterio digno de estudio. Al final del partido con Holanda, los portugueses salieron a la calle en todo el país. No sólo porque Portugal hubiera ganado, sino porque sentían que, en aquel encuentro, los que quedaban en el campo se habían transformado en guerreros que luchaban heroicamente por una causa. ¿Y qué causa era ésa? Para los jugadores, como para aquellos a quienes les gusta el fútbol, y hasta para quienes no les gusta, dicha causa, durante aquellos 90 minutos eternos, fue una causa llamada Portugal. Me dirán una vez más que nada se ha resuelto. Respondo como Antero de Quintal: "Una nación no puede, como un individuo alucinado, volverse escéptica hasta el punto de no creer en la propia vida". Los jugadores de la selección no dejaron de creer. E hicieron creer a los portugueses. Tal vez sea eso lo que el fútbol resuelve. Y tal vez por eso, su misterio es su fuerza.
Manuel Alegre es diputado del Parlamento portugués y poeta
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