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Alemania 2006
Columna
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El triunfo de la UE

El deporte es la continuación de la política por otros medios. Así, la Copa del Mundo de fútbol tiene, a la hora de las semifinales, ya un vencedor. La Unión Europea, representada por Alemania, Francia, Italia y Portugal. Los tres primeros, signatarios del Tratado de Roma en 1958, que creó la comunidad a seis; y el cuarto, Portugal, integrante -con España, que se ha perdido la cita- de la ampliación a 12 en 1986. Y es también una victoria que no debería complacer al secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, porque entre los semifinalistas figuran los dos grandes representantes de lo que, despreciativo y sardónico, llamó la Vieja Europa, es decir Francia y Alemania. A la hora de eliminar, se quedó en la cuneta Asia, lo que era de esperar; África, lo que era de temer, y América Latina, lo que, ibéricamente al menos, era de lamentar, pero es que no se pueden tener dos amores a la vez.

Esas cuatro viejas naciones europeas constituyen por su mismo agrupamiento toda una geopolítica recreativa. Suman unos 215 millones de habitantes, que van de los 85 millones de alemanes a los 10 millones de portugueses pasando por los casi 60 de Francia e Italia; esos ciudadanos son en su inmensa mayoría blancos descendientes de Cam, aunque en Francia no bajarán de los tres millones los negros y semitas, y entre los demás semifinalistas arrimarán al menos otro millón de irisación diversa.

El número de cristianos supera el 90%, pero es de rigor dividirlos en unos 150 millones de católicos -tomando como referencia el bautismo- y cerca de 50 millones de protestantes, casi todos luteranos. Pentecostalistas, abstenerse. El resto son en su mayor parte musulmanes o nada. Si, además, ganara Francia, tendríamos una bella victoria de la Alianza de Civilizaciones porque en ninguna selección como en la francesa se funden cristianos e islámicos, blancos y negros.

El triunfo de esta Europa -puesto que en la UE conviven varias versiones- es también el del Imperio Romano, al que pertenecían lo que hoy es Francia, Italia y Portugal. Italia y Francia eran prefecturas imperiales, y Portugal, parte de la subprefectura de Hispania -de nuevo es de notar la ausencia de España- con el nombre de Lusitania. Alemania fue tierra apenas romanizada porque, aunque las legiones fundaron Vindobona junto al Danubio y poblaron durante algo más de un siglo la rumana llanura de la Dacia, el Rin fue longeva frontera con el mundo germánico y los textos de los gymnasium tienen aún hoy la osadía de enorgullecerse de la victoria de sus bárbaros en la batalla de Teotoburgo, año 2 d. C., sobre los ejércitos de Roma.

Esa pertenencia o no a Roma es todavía hoy un indicador fiel de dónde acaba el mundo católico -a intramuros- y empieza la mezcla o el mundo protestante -a extramuros del imperio-, así como la división entre la latinidad -¡cuántas veces le pondremos falta a España!- que engloba a Francia, Italia y Portugal, y el espacio germánico, emparentado por migración belicosa y cultural con las Islas Británicas y Escandinavia. De una tercera Europa, la eslava, apenas se ha oído hablar en este Mundial.

A guisa de consolación por no haber estado presentes en la creación de esa primera Europa, Alemania sí fue la realidad central del Sacro Imperio Romano Germánico, fundado por Carlomagno en la Navidad de 800, que recogía como encarnación de la monarchia christiana universalis el legado de Roma. Aunque Francia formaba parte inicialmente de ese conjunto político, la sucesión de Carlomagno marcó la separación de la parte más occidental de sus territorios, dejando las difusas fronteras imperiales sólo como profundos entrantes en Lorena, Alsacia y los Países Bajos a Oeste y Norte, y en la llanura italiana del Po, al Sur.

Con la victoria de un país europeo en la final del 9 de julio serán nueve las conseguidas por el Viejo Continente, tantas como América Latina. Sin rencores.

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