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Columna
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Thalasa

Los sábados suelo bajar en bicicleta hasta la playa a leer el periódico mientras saboreo un granizado de limón. Durante el invierno la Malvarrosa mantiene todavía la dignidad azul del agua pero conforme aprieta el calor la cosa se complica y uno puede encontrarse cualquier cosa en la orilla, desde un envase de laca de uñas hasta una cabeza de gallo que fue decapitado para conjurar quién sabe que catástrofes.

Algunos pescadores del Gran Sol aseguran haber visto un día de temporal la cresta de una ola coronada por las cortezas de coco caribeño con que los santeros trenzan sus plegarias y los tripulantes de un atunero que faenaba en el océano Índico se encontraron en la costa de Madagascar numerosos collares florales procedentes de las románticas islas Seychelles.

Las aguas del mundo están unidas por corrientes más poderosas que las fronteras que fragmentan la tierra en países y estados. Todos los pescadores conocen esas corrientes, que son las mismas que aprovechan las angulas para establecer su ruta. Salen de las Antillas cuando todavía son unas larvas transparentes. En diciembre doblan el cabo de Ortegal por millares en bancos lechosos, a finales del invierno remontan los ríos cántabros y con la primavera franquean el estuario francés de Saint Nazaire ya con el dorso negro, el vientre de plata y los ojos grandes. Las langostas también cruzan el océano por el mismo camino, una detrás de otra, en fila india.

En el fondo del abismo todos los mares son el mismo: el mar de los Sargazos y el de la taberna de Peter en la isla azoriana de Faial, donde nacen las borrascas atlánticas; el mar blanco de los viejos puertos africanos de madera, o el mar de China surcado de sampanes con farolillos rojos; el mar del litoral mediterráneo ahogado en cemento y el mar de Finisterre donde acaba el mundo.

Muchos creerán que estos mares de los que hablo ya no existen, puesto que a cualquier litoral al que uno vaya, se encontrará selvas de hormigón, envases vacíos, colillas, plumas de pájaros muertos, peces desventrados y bolsas de plástico flotando entre las algas... Pero la energía de las mareas es tan poderosa que bastaría con que dejásemos en paz al mar durante tres o cuatro años para que se regenerase por completo.

El alma primaria de la humanidad no es otra cosa distinta que esa gran placenta azul formada por todos los mares del mundo, incluido también este mar Mediterráneo donde se ha desarrollado una especie nueva de capitalismo carnívoro que se he tragado toda la costa de un bocado. Cuenta Jenofonte que cuando los soldados griegos cansados y vencidos después una larguísima campaña contra los persas, vislumbraron al coronar una cumbre, la orilla del mar, tiraron sus lanzas al suelo y se abrazaron emocionados como si ya estuvieran en casa, exclamando: Thalasa, Thalasa... el mar, el mar,

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Hoy Thalasa es el nombre de una urbanización de adosados, aquellas olas limpísimas que pintó Sorolla con azules primordiales y risas de niños arrastran ahora mareas negras de alquitrán y en las aguas envenenadas impera un nuevo ecosistema marino donde sólo los tiburones pueden sentirse felices.

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