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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Miradas sobre la India

A las seis de la mañana, se recorre las riberas del Ganges en una barca y se admira Varanasi (Benarés), la hermosa ciudad dilapidada. En el muelle los fieles oran, saludan al sol, lavan ropa, defecan, nadan. Cerca del crematorio principal, la orilla es amplia y sucia y sus lozas desiguales. El Ghat, conocido como Harishchandra, es uno de los muelles principales; su nombre proviene de un rey legendario que abandonó su reino para vivir en esta ciudad como santón. Se percibe, extremo, el olor. "Sobre la escalera de piedra, dice Winkler, escritor austriaco, cerca de los maderos amontonados que los sacerdotes colocan a la orilla del río, para erigir luego las piras funerarias, un adolescente acaba de defecar...".

Los siglos se encaraman, como los edificios, los unos sobre los otros

Las piras arden, el humo se levanta, el olor se reconcentra. Se camina por las callejuelas espléndidas y ruinosas de uno de los barrios aledaños: pequeños templos en casi todas las esquinas, con toscas estatuas de colores chillantes, adornadas con guirnaldas de flores rojas y amarillas. Impúdicamente, una mujer vestida de un sari color bermellón reza, llora e increpa a Shiva; varios fieles impiden el acceso a un conjunto de templos; las perras sarnosas dejan caer sus tetas purulentas; desde una tienda donde venden sedas se contempla la cúpula dorada de una mezquita. "Ha habido, dice alguien, reyertas entre hindúes y musulmanes".

De noche, la ciudad es espléndida, aún más cuando la luz eléctrica se apaga de repente, la luna llena ilumina las escalinatas de mármol y los templos y palacios adquieren una realidad fantasmagórica. Barcas encalladas, pintadas de blanco y azul, son vestigios arqueológicos de edades muy remotas, coexisten con la realidad. Los siglos se encaraman, como los edificios, los unos sobre los otros.

Cerca de Benarés está Sarnath, lugar venerado por los budistas; aquí, Siddharta Gautama -Buda, "el despierto"- pronunció su primer sermón y puso en movimiento la rueda de la ley. En el santuario repleto y reconstruido en el siglo XIX, una peregrinación de budistas norteamericanos cumple con una ceremonia ritual, ofrecen té verde en termos de plástico; van vestidos con túnicas encarnadas y los brazos descubiertos, como luchadores de sumi.

Los edificios principales se admiran dentro de un hermoso parque. Destaca la stupa llamada Dharma Chakra; se dice que el Buda pronunció en ese sitio su primer sermón: es una torre cilíndrica de 35 metros de altura, adornada con bajos relieves y estatuas. Circundándola, varios peregrinos, algunas mujeres de edad avanzada; impresiona en particular una, casi anciana, reza en voz muy alta, totalmente ensimismada, se hinca y se prosterna, una y otra vez, dando interminables vueltas alrededor del monumento.

Casi todos los edificios que alberga el parque de Sarnath fueron construidos entre los siglos III y XII. Hay también un templo más moderno, allí se practica el jainismo, una variante del hinduismo, los fieles apenas abarcan el 1% de la población, practican de manera sistemática la no violencia y sus templos están desparramados por todo el subcontinente; son pequeños y armoniosos; los jainitas visten de blanco o andan desnudos y se aferran a una severa disciplina para no causar daño a ningún ser ni elemento, pero son avaros y usureros, nos dice, malicioso, nuestro guía, un musulmán.

Por toda la India caminan peregrinos, en Ellora, en Bombay, cerca de la casa de Ghandi; en el sur, en los templos de Belur y Halibid, variantes delicadas y ascéticas de los templos eróticos de Kajuraho. En Sravanabelagola, provincia de Karnataka, un Buda de 18 metros de altura, totalmente desnudo: preside un santuario en la cima de una montaña. En Nueva Delhi, un hospital de pájaros jainita. En el primer piso, los pájaros malheridos ocupan pequeñas jaulas donde se les otorga cuidados especiales; en los pisos superiores se alberga a las aves que empiezan su recuperación y, en el último piso, en jaulas semejantes las de los zoológicos, dispuestas a emprender el vuelo, las que han sanado.

Abundan los pájaros y en las grandes extensiones de las construcciones musulmanas que Delhi alberga, sobrevuelan en profusión o se posan sobre las cúpulas y se retan: son halcones, águilas y aves más pequeñas. Sobre un templo parsi en Bombay, apenas visible, revolotean los buitres sobre los cadáveres; después, sus huesos se blanquearán al sol. Muchas flores y peregrinos de todos los rincones del país, familias enteras con muchos niños de brillantes ojos negros, atuendos diversos y coloridos, según la religión que se profese: los ojos se deslumbran. Los templos bellísimos, trabajados con primor, casi siempre de mármol y ladrillos.

En la calle multitudes, un caos de bicicletas (en una sola va montada una familia), anuncios, peatones, bicimotos-taxis y camiones que transportan objetos inverosímiles. Los tendidos eléctricos caprichosamente entreverados compiten con las raíces de los árboles enredadas hasta conformar absurdas y dislocadas figuras; en las banquetas, artesanos, practican los oficios más antiguos del mundo. Deambulan vacas inconmensurablemente flacas, monos y perros. Cerdos: hacen honor a su nombre, comen periódicos y su piel es del color exacto de las letras, desaparecen a medida que las devoran. El ruido es incesante, la contaminación tremenda: frente a Delhi, o a cualquier ciudad hindú, el valle de México y su ciudad conservan su antigua y maravillosa transparencia.

FERNANDO VICENTE

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