El color de la ciudad
En 2004, la empresa Iniciativa BMW montó una exposición, en colaboración con el FAD, para averiguar cuál era el color de Barcelona. Tras consultar a prestigiosos artistas, diseñadores, arquitectos y a algún cocinero, llegaron a la conclusión que el resumen cromático de la ciudad se reducía a un plateado color sardina. El lunes, la empresa presentó el libro que documenta todo este experimento. En el acto, celebrado en el Ayuntamiento, Hendrik von Kuenheim, presidente ejecutivo de BMW Group España, entregó al alcalde, Joan Clos, el libro que ya puede comprarse en las librerías (el alcalde, fiel a su informal atuendo veraniego, no llevaba corbata; Von Kuenheim, sí). Raudo y veloz, visité una de mis librerías de cabecera y pagué 43,70 euros a cambio de un pedazo de libro de más de dos kilos, trufado de fotografías a, nunca mejor dicho, todo color. El título es Pez de plata, metáfora obvia de la sardina identitaria.
Lo primero que destaca es la elección de los ponentes, que aportan sus distintas visiones al proyecto. Desde hace décadas, Barcelona cuenta con una plantilla de barceloneses que, desde sus respectivas vocaciones, han ido constituyendo un discurso plural pero que apunta a una misma dirección de autoestima llamémosle progresista. Leopoldo Pomés, Javier Mariscal, Javier de las Muelas, Beth Galí, Juli Capella, Isabel Coixet, Philip Stanton, Jordi Labanda, Lucrecia, Fernando Amat, Oriol Bohigas, Christian Escribà, Óscar Tusquets, Ferran Adrià y América Sánchez han coincidido en multitud de ocasiones. En el caso de los diseñadores y arquitectos, la presencia está justificada por el guión y, no obstante, se repiten complicidades que llevan a creer en la existencia de un grupo de personalidades que podríamos denominar "los de siempre". En esta ocasión, a la tribu de respetables habituales hay que sumarle, en calidad de fichaje estrella, el arquitecto Jean Nouvel, que luce un elegante casco de color negro.
A partir de este negro empiezan las hostilidades y complicidades cromáticas. El negro del casco de Nouvel podemos relacionarlo con el nombre del restaurante Negro, cuyas sillas blancas nos remiten a la policromática cubierta del mercado de Santa Catarina, blanco perfecto para palomas y gaviotas sin excesivo control de esfínteres. La excusa del color sirve para crear una narrativa resultona y patillera que pasa por el Giardinetto, detalles de Gaudí, las lámparas modriánicas de Ordeig y Masó, el esplendor luminoso del Zsa-zsa diseñado por Dani Freixas (ese local que nunca sabemos si sigue abierto o cerrado debido a la cantidad de veces que hemos ido y nos hemos encontrado con la persiana bajada y hemos creído que estaba chapado hasta que, de repente, alguien nos juraba y perjuraba que estaba abierto). Y está, como es lógico, el amarillo y negro de los taxis, rediseñado por América Sánchez, capaz de modernizar cualquier imagen corporativa con el mismo respeto inteligente con el que saluda, argumenta, observa o sonríe.
En materia de colores, sin embargo, Barcelona presume, desde hace meses, de su nuevo juguete iconográfico: la torre Agbar. La idea de un tótem posolímpico que expande su elegancia camaleónica ha convertido este monumento empresarial en futuro motivo de distintas leyendas urbanas que lo convertirán en referencia para naves extraterrestres o cualquier barbaridad parapsicológica (que sustituirán a las que en su día generó La Sagrada Familia). A los más veteranos, la luz de la torre Agbar no les conmueve tanto como el colorismo casi infantil de las fuentes de Montjuïc. Son luces y colores aptos para todos los públicos mientras que la torre requiere de una actitud más mental y, a ser posible, de unas monturas de gafas como las que luce Isabel Coixet en este libro, rosa que te quiero rosa.
El mosaico se completa con las alfombras de Nani Marquina y las buganvillas de un Mariscal reconvertido en apacible jardinero. A cambio de que los de siempre envejezcan, la ciudad se renueva. Oriol Bohigas, por ejemplo, nunca llevó una ropa tan moderna como la que lleva ahora, warholiana multiplicación de tonalidades cálidas, identificables incluso para un daltónico. Existió, durante muchos años, una poética del olor en la que prevalecían las cloacas del barrio chino, el desinfectante de algunos prostíbulos y una pituitaria marcada por la cutrez de la estética del Gomas y Lavajes. Todo este universo olfativo, más o menos intelectualizado, fue barrido por el asfalto olímpico y por el riego persistente de varias generaciones de orinadores espontáneos, que se han apoderado de una ciudad diseñada para potenciar la meada impune. Los colores, en cambio, son menos agresivos que los olores. Y allí está Barcelona, sardina inspiradora de esta clase de juegos, que tienen mucho de inofensivo pasatiempos modernillo pero que, a lo tonto a lo tonto, van elaborando un discurso que, a falta de nada más presentable, acabará identificándonos casi tanto como el azulgrana, de importación suiza.
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