Partidos
Los recientes cambios en Cataluña y la preparación de las candidaturas para las próximas elecciones de octubre se han interpretado en clave de relevo generacional, de normalización democrática, de final de una época de liderazgos fuertes y emocionales, o incluso de difuminación ideológica. Sin duda, algo de todo ello está presente en proporciones variables. Se ha dicho, y con razón, que buena parte de los líderes políticos que protagonizaron la transición política y la consolidación democrática han ido dejando paso a personas que, al margen de su edad, se han formado políticamente en plena democracia y, por tanto, no tienen las mismas claves generacionales. Pujol, Maragall, Roca, Serra, Gutiérrez Díaz y Ribó se metieron en política por compromiso ético con una realidad que era necesario cambiar. Se acercaban a la política como palanca de cambio, sin saber lo que era militar en un partido político. Con la excepción del PSUC, pocas formaciones políticas del antifranquismo en Cataluña podrían calificarse como partidos políticos con los parámetros actuales. Casi siempre la política iba antes que el partido. Hoy, me atrevería a señalar que los dirigentes de los partidos políticos, aun admitiendo que mantienen un compromiso similar con una realidad que no les gusta como es, han entrado en política a través de su ingreso en un partido. El recambio de Maragall por Montilla, como el de Mas por Pujol, el de Saura por Ribó e incluso el hipotético de Carod por Puigcercós, se pueden interpretar en clave de política por partido. Con ello no quiero decir, evidentemente, que en los partidos no hay política, pero sí indicar que muchas veces priman las necesidades del instrumento por encima de las interpretaciones de la finalidad.
La realidad actual, con sus enormes complejidades y vericuetos, va dejando al descubierto las flaquezas de las instituciones políticas, llámense éstas parlamentos, gobiernos o partidos políticos. Y ello ocurre cuando la política es más necesaria que nunca ante una lógica económica que se ha naturalizado y que pretende plegar a sus exigencias cualquier otra alternativa o planteamiento crítico sobre qué es desarrollo, sobre qué es crecimiento o sobre hasta qué punto es compatible todo ello con democracia o con derechos universales de ciudadanía. Pero, como acostumbra a pasar, las personas, entidades o instituciones que ven incrementadas sus vulnerabilidades reaccionan muchas veces de manera defensiva, encerrándose en sus verdades, en sentidos de pertenencia fuertes, y ello está ocurriendo con los Estados y con sus instituciones políticas fundamentales: gobiernos y partidos. La reestatalización de la política en Europa es un hecho incontrovertible, justo cuando menos se sabe qué hacer con los Estados y cuando más necesario sería reforzar Europa con un proyecto político y de ciudadanía social ambicioso e ilusionante capaz de responder a las dinámicas económicas que imponen su ley (e incluso exigen garantías de no sindicación antes de materializar inversiones en los países de la ampliación). Los gobiernos se muestran activos pero retóricos, bulliciosos pero carentes de profundidad en las cuestiones clave de la dignidad humana. Y los partidos se enrocan, preparándose para resistir como máquinas de poder seguras y fiables cuando los espacios y las posibilidades de hacer política de otra manera se abren por doquier. Las inseguridades y las incertidumbres generan en mucha gente ansias de estabilidad y de garantías. Algunos partidos siguen siendo fiables, y los que dudan o vacilan son castigados. Maragall apostaba por la creatividad y la experimentación en tiempos aparentemente equivocados. La apuesta de Maragall iba más allá de lo que él mismo califica ahora como anécdotas sacadas de contexto. Sus recientes apariciones, confirmada ya su renuncia, le han devuelto una frescura y claridad de las que carecía en sus meses de tormentoso gobierno. Los intereses, las gentes, piden fiabilidad, postergan la imaginación y los futuribles imperfectos, y los partidos buscan ofrecer esa seguridad con liderazgos sólidos, aunque quizá sepan que el remedio es de corta duración.
Los partidos son organizaciones pensadas para alcanzar y ejercer el poder. Históricamente, los partidos han concentrado los roles de representación, de gobierno, de desarrollo programático, de provisión de liderazgo y de lucha por la hegemonía de valores en una sociedad determinada. Los partidos han tratado y tratan de representar de la mejor manera posible la identidad política de la gente. Lo que está ocurriendo es que una gran cantidad de cambios en el capitalismo, en la sociedad civil y en la propia manera de concebir el papel y el ejercicio de la política han ido rompiendo ese esquema unitario de interpretación sobre lo que es y debería ser un partido y han minado su pretensión de concentrar todo tipo de actividad política y su caracterización como fuente primordial de identidad política. Conviene deconstruir el papel de los partidos políticos, como nos conviene alejar la idea que el mejor Gobierno es el que forma un partido con mayoría absoluta y con un líder indiscutible. Proliferan nuevos tipos de actores políticos como surgen nuevas formas de entender la política. Los partidos siguen siendo elementos centrales, pero no únicos. Los líderes son importantes, pero no imprescindibles. La actividad política de los partidos es hoy mucho más limitada, precisa y contingente en relación con determinados temas y necesidades de lo que lo fue años atrás. Y lo más significativo es que muchos procesos reales de cambio en la vida de las gentes no dependen significativamente de la actividad de los partidos. Mucha gente hace política sin mencionarla, incluso sin saber que la está haciendo. Pero sin ellos la vida sería mucho más difícil. No siempre lo que cuenta en la vida de la gente pasa por lo que hace o deja de hacer el Gobierno, y si aceptamos esa premisa, hemos de aceptar que los partidos pensados para llegar y ejercer el poder no son tan decisivos como ellos imaginan o como algunos de nosotros imaginamos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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