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Columna
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'Lobo de paz'

Rafael Argullol

Hace mucho tiempo -estudiaba medicina- asistí a una conferencia que me impresionó vivamente. Quien hablaba era un hombre elegante de voz pausada y grave, con acento extranjero y fácil sonrisa. Si no recuerdo mal, su exposición estaba vinculada a la psicología, aunque lo realmente destacable era la facilidad con que relacionaba la medicina, y las ciencias en general, con la literatura. En un momento determinado afirmó algo contundente: "Sufro, luego existo".

Estas palabras se grabaron en mi memoria, pero con el paso de los años me olvidé completamente del conferenciante y de su nombre, si es que alguna vez lo supe. También olvidé su voz, su acento y su sonrisa, y pese a que su sentencia sobre el sufrimiento -una precisa mezcla de Esquilo y Descartes- continuaba retumbando como un eco, me habría olvidado completamente de la persona que la pronunció si hace un mes, al hojear el periódico, no me hubiera encontrado con la fotografía de aquel excepcional conferenciante.

Lo reconocí de inmediato, por su sonrisa ¿Quién era ese hombre del que había perdido toda huella a excepción de tres palabras? Leí ávidamente la crónica que acompañaba a la fotografía. La Universidad de Barcelona había hecho un homenaje al profesor V. Jorge Wukmir con motivo del trigésimo aniversario de su fallecimiento. La cronista añadía algunas informaciones significativas: Wukmir era un eminente psicólogo absolutamente ignorado por nuestros círculos académicos y culturales; Wukmir fue el fundador de la psicología de la orientación vital, una teoría pionera en la investigación de los nexos entre estructura celular y comportamiento; Wukmir era un auténtico humanista, amante de la filosofía y de las artes; Wukmir, al que sus discípulos llamaban el extraño profesor, era un hombre extremadamente gentil y tolerante; Wukmir no obtuvo ninguna plaza estable y se ganó la vida leyendo manuscritos para editoriales, entre ellos el de Papillon; Wukmir casi nunca hablaba de su pasado y cuando lo hacía se refugiaba pronto en su magnífica sonrisa; Wukmir -lobo de paz en serbio- no se llamaba Wukmir, sino Vladimir Velmar-Jankovic.

El profesor V. Jorge Wukmir -o sea Vladimir Velmar-Jankovic-, mi conferenciante perdido en el tiempo, era un exiliado yugoslavo, músico, dramaturgo y novelista que había viajado por cuatro guerras antes de acogerse a la "hermosa luz" de Barcelona. Espíritu libre, se negó a refugiarse bajo el escudo de ninguna doctrina y rechazó por igual al comunismo y el fascismo, el nacionalsocialismo balcánico y el imperialismo americano.

Pero quizá su máximo logro fue erigirse en lo que él denominaba hombre privado, alguien que no se define por una profesión, una ideología o una patria, sino por el establecimiento de un equilibrio interior. A raíz de mi inesperado reencuentro con Wukmir he buscado sus libros y he leído uno, El hombre ante sí mismo, que confirma esa serena privacidad a la que en su opinión debe aspirar el ser humano. El libro está encabezado por una cita de Buda que marcha al encuentro de aquellas tres palabras del desconocido conferenciante que quedaron grabadas en mi memoria: "Sólo enseño dos cosas, ¡oh discípulos!: el sufrimiento y la liberación del sufrimiento".

La fotografía del elegante y sonriente Wukmir ofrecía enseñanzas paralelas a éstas. Por fin se reconocían, por mínimamente que fuera, los conocimientos de un hombre sabio. ¡Pero habían tenido que pasar 30 años! ¿Nadie en esos 30 años nos había informado de la extraordinaria calidad intelectual de este huésped nuestro tan sencillo y discreto? Por lo visto no sólo detestamos y olvidamos a los que nacen aquí, sino que hacemos lo mismo con los que se acogen a la hospitalidad de nuestra "hermosa luz".

Descubrir la verdadera personalidad de Wukmir añadía a la alegría del reencuentro una consideración melancólica: estos intelectuales casi han desaparecido, esta cultura ha sido casi abolida. Al leer El hombre ante sí mismo, lleno de valientes apuestas acerca de las encrucijadas humanas, es imposible no sentir nostalgia de aquellos científicos que, más allá de sus especialidades, se preocupan por la "conciencia de la ciencia", de aquellos escritores que se rebelaban contra los dictados tribales y mercantilistas. Asimismo es imposible no acordarse del tremendo diagnóstico establecido por Stefan Zweig en El mundo de ayer: una Europa, amputada en sus raíces, deslizándose hacia la impotencia y la trivialidad.

Con todo, tal vez la principal lección del viejo lobo de paz no fuera su investigación científica ni sus conocimientos enciclopédicos ni su anticipación de horizontes, sino su admirable capacidad para desaparecer. Imagino que ningún hombre es libre hasta que está en condiciones de llevar a la práctica esta capacidad. Parece que el profesor Wukmir lo consiguió con su silencio, con su tenaz conquista de la privacidad en un mundo que exige a sus habitantes el espectáculo de la transparencia.

Jean Rostand lo dejó dicho con exactitud: "Todas las esperanzas le están permitidas al hombre, incluso la de desaparecer".

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