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Columna
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Un lugar en el mundo

El sol del mediodía suele marcar una frontera oblicua en la pared de mi estudio, exactamente sobre el tercer anaquel de la estantería, iluminando el lomo de una novela de Melville quien dijo una vez que los únicos lugares verdaderos no están en ningún mapa. Entonces abro la ventana y dejó que la enramada de tilos filtre la luz con el tejido del azar cada día. Basta con asomarse al balcón una mañana cualquiera para darse cuenta de que una calle puede encerrar más misterios que toda la Vía Láctea.

Una mujer con paquetes se sube en la parada del 13 y enfila su ruta hacia el horizonte abierto de la avenida de la Plata; el quiosquero aprovecha el momento para fumar un cigarrillo en el chaflán mientras acompaña melancólicamente con los ojos a la pelirroja de la tienda de informática que acaba de cruzar la calle haciendo equilibrios con dos cafés en la mano y por la acera de enfrente viene Alyster, un escocés de casi dos metros, que regresa del mercado cargado de bolsas con las verduras de la temporada. Su restaurante, El Cinquante-cinq, es el principal mirador del barrio con cuatro ventanales en ángulo y el mejor confit de pato de todo el ensanche.

Hay existencias que en el conjunto de nuestra vida se reducen apenas a un rectángulo de cristal, como esos rostros fugaces que vemos pasar tras la ventanilla del autobús, fotogramas aislados cuya secuencia entera nunca nos será dado completar y que sin embargo, quizá precisamente por eso, jamás dejarán de interesarnos.

Hace unas semanas en la feria del libro de Madrid, un escritor de reconocido prestigio se pavoneaba ante los colegas, de que sus libros se habían traducido al japonés y de que en Tokio lo reconocían por la calle. Pensé en los profundísimos lagos de Narciso que puede albergar el alma de los escritores para que un tipo pueda sentirse tan pagado de que lo conozcan en una ciudad en la que uno corre el riesgo de convertirse en un guisante escarchado por no saber apagar el aire acondicionado del hotel igual que le pasó a Bill Murray en Lost in traslation.

Hay quienes construyen sus sueños en lugares lejanos para huír de sí mismos. Pero nadie debería renunciar a inventar el mundo en un paisaje próximo donde fuera capaz de reconocerse.

Si pudiera crear el paraíso a mi medida, en él tendría que estar necesariamente la frutería donde todos los martes me reservan unas hojas de hierbabuena con algunos tomates de la huerta; no muy lejos debería haber una tienda de ordenadores para que, en caso de bloquearse el portátil, pudiera llevar a imprimir el último capítulo de la novela. Pero la armonía no sería completa si no existiera un pub habitual donde tomarme una copa por la noche, porque el placer habita en los trayectos cortos. Si pudiera diseñar el azar a mi antojo, introduciría en él ese punto de emoción que es la sal de los sabores, para que cada domingo, al ir a comprar el periódico, pudiera saber si al quiosquero le ha gustado más o menos mi artículo por la forma de sonreír o de torcerme el bigote. Para los atardeceres elegiría la misma luz que pone un temblor de azafrán en las terrazas del barrio. Y allí sentado a la puerta del restaurante estaría Allyster con una cerveza en la mano antes de empezar el turno y, como todos los días, me sonreiría, guiñándome un ojo de bucanero al pasar por delante de su esquina.

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