Maragall no repite
El presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, formalizó solemnemente ayer su renuncia a repetir como candidato socialista a las elecciones autonómicas anticipadas del próximo otoño, tras casi tres años de funcionamiento de su Gobierno tripartito (hoy bipartito) y "catalanista de izquierdas". Para que pueda cerrarse el balance de su gestión quedan todavía dos meses de plena responsabilidad como jefe del Ejecutivo, aunque en minoría, y por tanto, con objetivos limitados, y otros dos como Gobierno en funciones, una vez fije en agosto la fecha de la convocatoria a las urnas. Es poco tiempo, pero algún margen tiene para mejorar una gestión hasta ahora con más sombras que luces.
Ahora toca sobre todo evaluar lo actual: la decisión de renuncia, que viene a reducir el clima de tensión política, y su momento. Como en otras ocasiones críticas y complejas, en el momento de pagar por sus errores ha aflorado el Maragall más auténtico. Renuncia cuando se ha superado satisfactoriamente el último trámite del referéndum, sin haber añadido tensiones innecesarias antes de su celebración. Y lo hace cuando las encuestas le califican como el líder catalán más valorado, algo no tan frecuente en una clase política poco inclinada a la renovación.
La decisión es consecuencia de la soterrada crisis de confianza suscitada en su partido, el PSC, respecto a su liderazgo, hasta el punto de que le apremiaba a cesar voluntariamente. También del progresivo desencuentro con Rodríguez Zapatero, con quien ha compartido complicidad en la plasmación de la España plural. Y, al cabo, de su convencimiento final de que, sin esos apoyos, y en la creencia de haber cubierto los objetivos trazados cuando volvió hace ocho años de Roma (promover la alternancia en la Generalitat tras 23 años de conservadurismo; construir un proyecto progresista; impulsar la federalización de España y lograr la hegemonía de su partido), eso era lo más útil para su partido y para su dignidad personal.
Maragall ha demostrado ser de los políticos que marcan época, sobre todo en su gestión municipal, como alcalde de la Barcelona olímpica, que transformó la ciudad y proyectó su imagen, con la de España y la de Cataluña, al mundo. Como primer presidente catalán de izquierdas e impulsor del nuevo Estatuto, ha visto con frecuencia cómo sus logros eran empañados por torpezas de procedimiento, un ejercicio zigzagueante de la autoridad, dispersión de apuestas y confusión y ruido innecesarios. Parte de estos pasivos del balance deben imputarse a la compleja situación y equilibrios de la política catalana, a las hipotecas originales del tripartito y a alguno de sus socios. Pero otra es la suya propia: ha habido genio e ingenio en algunos de sus proyectos e intuiciones, pero también genialidades perfectamente innecesarias.
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