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Columna
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Juan sin tierra

¿Es la patria un equipo de fútbol, once maromos en pantalones cortos detrás de una pelota sobre un campo de hierba? Ahora mismo, sospecho, es lo más parecido, la versión más plausible de la patria para algunos millones de personas. Comparada con otras, no es una mala patria la del fútbol. No exige sacrificios excesivos, quiero decir de sangre, y sólo unos pocos fanáticos mueren en los estadios por causas naturales o violentas. Para Rilke, que no jugaba al fútbol (salvo que algún filólogo alemán demuestre lo contrario) la verdadera patria era la infancia (y algo de puente de regreso a la infancia y al patio del colegio tiene el fútbol, supongo). Para Pío Baroja (como para el romántico Ramuz) la patria era el paisaje, en su caso el del país del Bidasoa.

Hay otras patrias, que pueden ir de la novela negra a la pesca con mosca, del fetichismo del látex a la Semana Santa, de la cerámica de Talavera al pan con tomate, del aeromodelismo a la numismática. Una tabla de ibéricos puede ser la bandera de tu patria. Recuerdo que hace años Antón Reixa propuso como enseña de Galicia la silueta de un puerco (la movida de Vigo utilizó una raspa de sardina). Hay que desactivar las patrias, que las carga el diablo. Paul Valéry, con precisión de poeta, la describió (a la patria) como "el último refugio de los canallas". Nadie ha logrado, hasta hoy, desmentir el aserto. Patria o muerte, ¿les suena? Hace unos días, un senador del PNV (y catedrático de la UPV) afirmó en Mallorca que "el que no se sienta nacionalista ni quiera lo suyo no tiene derecho a vivir". Patria o muerte. Nos suena. Patria o exilio. Patria o silencio. Patria o nada. Quien no quiere lo suyo -lo hemos oído mil veces, no sólo al senador nacionalista- no se merece nada. ¿Y qué es lo nuestro? "Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros", dicen que dijo Pío Cabanillas. A veces, raras veces, el político honesto se da cuenta de que no es de los suyos ("me parece que no soy de los nuestros") y se marcha a su casa a aprender griego o a cultivar orquídeas. Pasa poco. Porque la patria, eso también es cierto, es el mejor negocio imaginable. Por eso todo nacionalista es, en el fondo, un empresario emprendedor del ramo de la construcción, los bienes raíces y las identidades.

Nunca los Juan sin tierra lo tuvieron peor. La vieja izquierda, que invocaba la patria de la humanidad, camina alicaída no se sabe hacia dónde. Y lo peor de todo es que ni el fútbol logra despertarnos la vena patriótica (o antipatriótica). Mal porvenir el nuestro. Cruzaremos los dedos para que el arriscado senador peneuvista esté de buen humor y decida perdonarnos la vida. Ni siquiera podemos presumir, como algunos castizos, de ser nacionalistas bilbaínos, ahora que la ciudad cumple siete centurias y seis años y su alcalde nos dice que estamos "obligados a dar ejemplo de civismo y a ejercer de bilbaínos". Dar ejemplo de civismo es difícil, pero lo intentaremos con todas nuestras fuerzas, por ejemplo no circulando por la Gran Vía dentro de un monoplaza a doscientos kilómetros por hora. Pero lo de ejercer de bilbaíno es otra cosa, parece demasiado. Según el diccionario de la Real Academia, ejercer es "practicar los actos propios de un oficio". Convertir en oficio la circunstancia de nuestro nacimiento debe ser muy cansado, para nosotros y para nuestro prójimo. ¿Hay algo más pesado y atorrante que el bilbaíno de oficio, el gallego profesional, el argentino de plantilla o el andaluz de guardia? Ejercer de persona es tan difícil que cualquier añadido geográfico resulta un desatino.

Tampoco es tan sencillo, por lo visto, ejercer el sagrado ministerio sin entrar en harinas políticas para el Episcopado. Andan ahora buscando el fundamento teológico de la unidad de España, es decir, como diría Borges, metidos de lleno en la literatura fantástica (eso era para él la teología, lo mismo que las patrias). Les preocupa la nueva fase estatutaria y la posible fragmentación de España. Dios y patria forman un viejo y conocido cóctel que sería mejor no volver a probar. Uno preferiría que los obispos no ejerciesen de españoles, ni de vascos, ni siquiera de bilbaínos netos. Todos hijos de Dios y herederos del Diablo. Uno preferiría que los obispos se dedicaran a arengar a nuestra selección de fútbol. Entre el cura Santa Cruz o el senador que nos niega el derecho a la vida y Manolo el del Bombo, me quedo con el último sin pestañear.

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