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Columna
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La Torre de Plata

Dijo Mark Twain que el periodismo consistía en comunicar el fallecimiento del señor Pérez a millones de ciudadanos que no sabían quién era el difunto. Esto ocurre en nuestros días, notablemente ampliado, porque hay varios miles de millones de personas más que cuando el escritor norteamericano pronunció la ocurrente frase. El otro día murió en París, a los 88 años de edad, Claude Terrail. Dudo que en todo el mundo haya, vivos, más allá de 200 o 300 personas que supieran quién era este hombre, ni que les conmoviese la idea de que había dirigido, durante los últimos 50 años, uno de los restaurantes más famosos de París. Y, sin duda, ha merecido los elogios fúnebres que han escoltado su desaparición. Entre nosotros el asunto de la muerte del restaurador se ha reflejado en la animada sección del "obituario" de este periódico o de cualquier otro, sin que la novedad despertase la mínima curiosidad entre la mayoría de lectores, radioyentes o televidentes.

Lo importante es que el difunto haya realizado alguna obra merecedora de ser comunicada públicamente. La desaparición del señor Terrail ha sido, sin duda, muy sentida en París, y quizás en buena parte de Francia. Quién fue y lo que hizo habrá encontrado un nostálgico eco entre los españoles que estuvieron convencidos, durante muchos años, de que París era el corazón del mundo o, por lo menos, el hígado de Europa. Dirigió un gran restaurante llamado La Tour d'Argent, que estaba situado en la orilla izquierda del Sena, cerca de los tinglados de los bouquinistes, donde hurgaron entre libros y grabados los más notables exiliados de nuestro país, que encontraron propicio asilo en la capital francesa. Dudo que la mayoría hubieran pisado alguna vez los comedores de tan importante templo gastronómico, pues era tan exquisito como caro. No hay manera de hacerse a la idea de imaginar a don Pío Baroja saliendo del ascensor y disfrutando del selecto menú o bebiendo alguna de las 300.000 botellas de la bien provista bodega, que rivalizaba -según oí decir a personas bien informadas- con la del Hotel de París, en Montecarlo, o con la del Hostal de la Gavina, cuando aún vivía su fundador, el señor Ensesa.

Por diversos azares, tuve ocasión de disfrutar de sus manteles en varias, no muchas, ocasiones, y si lo traigo a colación es para añadir algo anecdótico que no he visto reflejado en las notas necrológicas. Aparte de las estrellas Michelin, cuya validez siempre fue puesta en duda por quienes no tuvieron ninguna, y la cantidad y calidad de sus más famosos clientes, me interesa otra cualidad singular. Damos por sabido que debió ser una de tantas tabernas o casas de comidas que había en el París de Enrique IV, el Vert Galant, el viejo verde galante que fue tan pintoresco monarca, y que por allí hubieran pasado Richelieu, los tres mosqueteros y algunos banqueros de Balzac y de Flaubert. Para mí, lo maravilloso es que haya aguantado el paso de los siglos. Suele omitirse que se mantuvo abierto durante la ocupación alemana, en la II Guerra Mundial, y no sólo por aprovechar a los gaznates de sus jerarcas nazis y generales, sino como también ocurrió con el famoso cabaret Lido de los Campos Elíseos, la brasserie Lipp, el café Les Deux Magots y otros establecimientos públicos emblemáticos de la capital francesa. Su Ayuntamiento se incautó e hizo cargo de aquellas empresas, sin gravarlas con impuestos, única manera de que sobrevivieran a la incertidumbre de tan azarosos tiempos.

Cuando los hermanos Terrail -creo recordar que eran dos- tomaron las riendas del restaurante, se les ocurrió una idea que puede calificarse literalmente de luminosa: a sus expensas, instalaron en la fachada del mismo restaurante -que está en el último piso del inmueble- unos potentes reflectores, quizás adquiridos en la defensa antiaérea, que no alumbraban la fachada de su negocio, sino embellecían durante la noche las torres de la vecina iglesia de Notre Dame, situada a unos 200 metros. Los comensales, en el discreto y tenue alumbrado de los comedores, podían admirar la visión nocturna del hermoso templo, casi en exclusiva. Si alguien, en Madrid, hubiera tenido una idea semejante lo probable es que no obtuviera nunca la licencia municipal necesaria, y fuera multado por contravenir alguna ordenanza. En aquel París de la posguerra, el municipio se hizo cargo, al poco, de la magnífica iniciativa que, desde entonces, refulge la iglesia y buena parte del curso del Sena por la ciudad, tarea que se realiza a expensas de las arcas públicas. En Madrid, por lo que vemos, se procede de forma totalmente distinta.

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