Sri Lanka sangrienta
El brutal atentado que ha costado en Sri Lanka la vida a casi 70 personas, al ser volado un autobús por una mina, liquida, de hecho, el precario proceso de paz de la ensangrentada isla del Índico y la acerca más a una guerra abierta entre la mayoría cingalesa y la minoría tamil. La aviación gubernamental bombardeaba ayer bastiones de los rebeldes tamiles en el este del país, en el que han muerto más de 500 personas en atentados y emboscadas desde que en abril fracasaran las conversaciones entre el Gobierno y la guerrilla independentista.
El de la antigua Ceilán es un conflicto histórico, lejano para casi todos y alimentado por la inflexibilidad de las dos partes en conflicto cada vez que ha habido ocasión para la paz. En la guerra iniciada en 1983 entre el Gobierno representante de la mayoría cingalesa y los guerrilleros tamiles -que pretenden la plena autonomía del noreste de la isla, donde dirigen un Estado de facto- han perdido la vida casi 70.000 personas. El alto el fuego conseguido por Noruega en 2002 se ha ido resquebrajando. Ni el maremoto que arrasó dos años después una parte del país sirvió para aplacar el enquistado odio interétnico. El asesinato en agosto de 2005 del ministro de Exteriores y la elección como presidente, ese mismo año, de Mahinda Rajapkse, un partidario de la mano dura apoyado por el nacionalismo cingalés, han acabado de liquidar cualquier esperanza seria de armisticio.
La guerrilla tamil de los Tigres de Liberación es una fuerza formidable y curtida, que controla el 10% del país y se arroga la representación de tres millones y medio de los suyos. Sus últimas acciones, desde el atentado suicida en abril contra el jefe del Ejército, hasta la batalla naval del mes pasado, en la que lanchas explosivas hundieron una patrullera gubernamental, matando a una veintena de soldados, sugieren que la fuerza independentista, pese a resultar en parte discutida entre los propios tamiles, apuesta por la confrontación total. La reciente decisión de la Unión Europea de considerarlos un grupo terrorista -en línea con EE UU, Canadá, Reino Unido e India- ha acrecentado su aislamiento diplomático y su llamada a las armas.
Noruega continúa mediando simbólicamente entre ambos bandos. Pero es la gigante y vecina India quien, como indiscutible potencia regional (millones de tamiles habitan el sur de India), debe terciar diplomáticamente en Sri Lanka para impedir una carnicería generalizada y el estallido de una nueva crisis en sus fronteras. Delhi no ha olvidado su escarmiento a finales de los años ochenta, cuando su intervención pacificadora acabó con su Ejército humillado de vuelta a casa, a petición expresa del Gobierno de Colombo. Pero su nueva dimensión geopolítica y sus grandes aspiraciones en la ONU obligan ahora al Gobierno indio a implicarse.
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