Un recorrido por el arte ruso
Está siendo muy visitada y celebrada la exposición ¡Rusia!, que puede verse en el Museo Guggenhein hasta el 3 de septiembre. No es para menos, pues se trata de un recorrido de siete siglos en la historia del arte ruso. Viene a ser la historia artística de un pueblo buscando una identidad que lo hiciera altamente original y único ante los demás pueblos del mundo, "porque el arte en su esencia es un origen, una manera extraordinaria de llegar a ser verdad y hacerse histórica". Esa originalidad tardó muchos años en empezar a fraguarse. El hecho acaeció a partir de mediados del siglo XIX. Hasta entonces el arte ruso fue dejando huellas de su quehacer construyéndose a sí mismo. Y así, la presente muestra se inicia con una surtida profusión de iconos, cuyas fechas van del siglo XIII al XVII. La mayoría de ellos están realizados con témpera sobre tabla. Otros llevan perlas, plata, oro, hilo de seda o piedras preciosas. Prevalece por encima de todo la suma religiosidad a través de colores vivos y los panes de oro como fondo. Las figuras son planas, presentadas frontalmente. Más que un espacio real, se procura impostar una dimensión donde prime lo espiritual. Lo expresado tiene su precedente en las originales creaciones de los artistas bizantinos. Como una extensión del culto religioso que informan los iconos, resaltan una veintena de objetos ornamentales. Son cruces, candeleros ciriales, cálices, casullas, lancetas, patenas, bandejas eucarísticas y afines.
Lo que hasta entonces había sido germen se hace portentosa realidad. Los artistas rusos se erigen en adalides de la historia de la estética universal
La gran exposición que está por hacerse sería aquella que juntara a los creadores rusos de las tres primeras décadas del siglo XX
A partir del siglo XVIII, la mayoría de las obras acreditan una notable calidad plástica. Sin embargo, les falta la originalidad necesaria para hacer olvidar las fuentes a las que fueron a inspirarse. Esas fuentes tienen nombre. Son los artistas europeos Canaletto, Holbein, Rembrandt, Poussin, Claudio de Lorena, Francesco Guardi, Constable, Reynolds, Gainsborough y otros. Un ejemplo de ello, sumamente ilustrativo, viene tras el análisis de una escultura de mármol, Retrato de Catalina II, de Fedor Shubin (1790-1805). Es una escultura de buena factura, pero debe demasiado al Retrato de Costanza Buonarelli, del italiano Gian Lorenzo Bernini (1598-1680).
Al llegar la segunda mitad del siglo XIX, la originalidad empieza a hacerse verdad histórica. El arte ruso no camina solo. Se siente reforzado por las creaciones que aportan literatos y músicos. Más los primeros que los segundos. Gogol, Lérmontov, Turgeniev, Tolstoi, Dostoievski y, más tardíamente, Chejov, por las letras; Borodin, Balakirev, Mussorgsky, Rimsky-Korsakov, Cui y Chaikowsky, por la música.
No pocas de las obras de ese período expuestas tienen como línea de búsqueda aquello que dictaba el realismo creado por el francés Gustav Courbet: no perseguir el logro de la belleza, sino la verdad. Pero no siempre los artistas rusos de esa época llevan hasta sus últimas consecuencias la búsqueda de la verdad, en la creencia de que si logran la belleza ya alcanzarán aquélla. Con todo, esa diversidad dual es lo que imprime a tal época un sugerente atractivo. Conviene fijarse en obras firmadas por Aivazovski, Briulov, Ivanov (en especial), Venetsianov (formidable su Segadora), Gue, Kuindzhi, entre otros.
Para desgracia del arte mismo, a medida que acaba el XIX, los artistas rusos fueron refugiándose en el acomodo de las academias. Esto no sólo sucedió en Rusia, sino que se extendió por todo Europa. De ese modo, el arte de verdad se debilitó, tornándose seco, anecdótico, academicista, banal.
Desde esa misma Europa, y frente al academicismo, surgió la reacción del mundo de los impresionistas franceses, empeñados en captar una impresión de lo que la vista percibe en un momento concreto. La utilización de los colores brillantes y una pincelada suelta desconcertó a los pintores tradicionales. Varias obras de las expuestas se mueven en derredor de la corriente impresionista. Las firman Boris-Musatov, Korovin, Kramskoi y Repin.
Con la llegada del siglo XX, y en las tres sucesivas décadas, la originalidad alcanza su punto culminante. El origen llega a su plena madurez. Lo que hasta entonces había sido germen se convierte en una portentosa realidad. Los artistas rusos se erigen en adalides de la historia de la estética universal. En 1910 crea el ruso Vasily Kandinsky el primer cuadro abstracto. Desde ese momento todo se dispara. Aparecen las aportaciones al arte por parte de hombres y mujeres nacidos en suelo ruso. Bajo las especialidades del constructivismo, suprematismo, rayonismo y derivados la nómina es amplísima. Ellos se llaman Tatlin, Malevich, Rodchenko, Miturich, Gabo, Pevsner, Klutsis, Popova, Stepanova, El Lissitzky, Rozanova; Lebedev, Goncharova, Larionov, Korolev, Ekster, y un largo etcétera.
Obras de algunos de ellos pueden verse en la muestra del Guggenheim. Hay piezas extraordinarias de esa época, lacónicas obras maestras, mas no deja de ser una pequeñísima parte del grandioso caudal aportado por los artistas rusos a las vanguardias históricas. La gran exposición que está por hacerse sería aquella que juntara a los creadores rusos de las tres primeras décadas -incluso una más- del siglo XX. Nunca antes el mundo presenció tanta creación atesorada. Anexo a los citados en este párrafo, los escultores Archipenko, Zadkine y Lipchitz, junto a la diáspora parisina de los Chagall, Soutine, Pougny, Lanskoy, de Staël, Charchoune y Poliakoff. Y no cuento al profundo y meditativo Mark Rothko, nacido en Rusia, estadounidense de adopción.
Otra vez el arte no caminó solo. A su lado fueron en paralelo las creaciones que vienen de la música, el teatro, el ballet y el cine. Jamás hasta ese momento el mundo fue testigo de una fusión entre las artes tan rotunda y completa. Esos creadores están grabados con letras de oro en cada una de sus disciplinas; por la música Scriabin, Stravinsky, Prokofiev y Shostakovich; por el teatro Meyerhol, Stanislavsky y Nemirovich-Danchenko; por el cine Eisenstein, Protozanov, Pudovkin, Vartov y Dodjenko; por el ballet, Diaghilev, más las estrellas Nijinski, Pavlova, Massine y otros.
Forzoso es que el pensamiento que juzga en esta exposición las obras de Tatlin, Malevich, Rodchenko y demás se acuerde, al tiempo de la mirada, de los creadores rusos de otras artes que vivieron en paralelo aquella cumbre de la estética difícilmente superable.
Lo que vino después en Rusia fue la degradación del arte y la aparición el arte por decreto. Los artistas se convirtieron en ovejas mansas. Frente a las grandes extensiones de libertad propuestas por los artistas precedentes, con la llegada de totalitarismo la mayoría de artistas se convirtieron en esclavos del poder político. Se dejaron atar la manos por el Comité Central. Lo prueba esos grandes lienzos expuestos en el Guggenhein. Son de escasísimo valor, pese a la apariencia de lo contrario, cuyos temas fueron dictados desde arriba, para vergüenza y sonrojo de los propios artistas. El poder estalinista impuso su ley. Lo llamaron realismo socialista. Pero lo cierto es que no pasa de ser un arte de quinta categoría. No se salvan ni siquiera artistas de cierta solvencia artesanal como Brodski y Deineka.
Pasados los tiempos de las loas a los dirigentes, la exaltación del trabajo y los trabajadores, la falsa pintura de la felicidad, en suma, el arte practicado por artistas rusos a finales del siglo XX y principios del XXI -o sea, en el ahora mismo-, presentado en esta exposición, mueve al optimismo, porque se palpa en ellos el deseo de sentirse libres para crear.
Para un mayor enriquecimiento del evento, el Ermitage de San Petersburgo ha cedido obras (la mayoría excelentes) de artistas europeos de diferentes épocas. Obras de Rubens, Van Dyck, Chardin, Lorrain, Gauguin, Derain, Marquet, Manguin, Matisse, Picasso y otros.
Addenda. La exposición se merecía un mayor espacio. Las obras de Tatlin, Malevich, Goncharova, Kandinsky, Popova, Rodchenko y compañía se han colocado excesivamente juntas. Requerían un cuidadoso tratamiento espacial dada su gran importancia histórica. Por otro lado, es un error la escasa luz insertada en la sala de los iconos. Empobrece su visión. Existe dificultad hasta para leer los rótulos. Como es errónea la colocación de algunos iconos a dos o tres metros del suelo. Por el jugoso contenido de las imágenes de los vídeos, en torno a los ballets rusos, debería haberse proyectado en un recinto suficientemente amplio y dentro de una cámara oscura.
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