La ley tiene que ser como la muerte
Cuatro pistolas y un revólver; más de 400 cartuchos de munición, del calibre 45; pasamontañas, guantes para tapar las huellas digitales y, entre otras cosas, un coche robado. Todo eso era el instrumental que llevaban con ellos los cuatro atracadores a los que la policía detuvo el otro día dentro de un banco y con las manos en la masa, y a los que el juez dejó en libertad, un poco más tarde, "por falta de pruebas".
Perdón, he dicho "atracadores" y debí decir "presuntos atracadores", para atenerme a las normas de corrección que imperan en nuestros tiempos y que, a este paso, cualquier día nos van a obligar a llamar "presunto nazi" a Hitler, o algo así. Hay que ver.
Juan Urbano leía esa noticia mientras tomaba un café doble, con hielo triple, en un bar de la plaza de Ramales y miraba de vez en cuando la calle con la esperanza de que su chica se pasara por allí a devolverle el corazón un par de horas, porque lo necesitaba para ver el España-Ucrania. Y la verdad es que se quedó un poco a cuadros y como si aquello que tenía en las manos un fuese un periódico, sino una revista de humor negro. "A ver", se dijo: "¿Los geos arrestan a los ladrones, perdón, presuntos ladrones, dentro de la sucursal, armados hasta los dientes y mientras salían de los conductos del aire acondicionado, y el juez decano de Madrid sostiene que no los puede encarcelar porque 'hay sospechas pero no pruebas' contra ellos?"
Juan se rascó la coronilla como si cavase en ella en busca de una explicación
Juan se rascó la coronillla como si cavase en ella en busca de una explicación. No encontró nada, pero por algún motivo se le vino a la cabeza la imagen de un juez que bailaba por los pasillos de una comisaría con la toga remangada hasta los muslos y tocando la Quinta sinfonía de Beethoven con un peine y un papel de fumar. Y luego dicen que el café no es un excitante.
Como casi todos nosotros, Juan había visto el día antes por televisión el arresto de los, digamos, sospechosos: caían hacia el cajero automático como extraños habitantes de los túneles y al ver a la policía, que los esperaba llena de escudos y metralletas, se ponían de rodillas, con las manos en la nuca.
Los cuatro, tanto los tres que entraron al banco como el que los esperaba fuera, tienen antecedentes por hechos similares. "¿Y qué?", le oyó decir Juan Urbano, dentro de su cabeza, al juez del peine. "Yo soy la Ley y mi trabajo consiste en ser objetivo, ¿comprenden? Si alguien me trae al despacho un animal blanco con una cresta roja, que cacarea y pone huevos, mi misión consiste en verificar si es o no es una gallina."
Y después de decir eso, atrajo hacia sí una estatua de la Justicia que tenía sobre la mesa y apagó el puro que se estaba fumando en uno de los platillos, que él usaba como cenicero. Juan miró atentamente su vaso: ¿le habrían puesto algo en el café?
Al final de la información que estaba leyendo, otro hombre que ostentaba el cargo de teniente fiscal y portavoz de la Fiscalía de Madrid se quejaba de que la Brigada Central de la Policía había incumplido en este asunto el protocolo, al detener a los presuntos salteadores, porque no había alertado a la Fiscalía de sus intenciones de arrestarlos. "¿O sea que igual todo se reduce a eso, a una cuestión de protocolo? ¿Los presuntos ladrones se han escapado entre las piernas de la melé que hicieron, al luchar entre ellas, la Fiscalía contra la Policía?", pensó Juan, al que las interrogaciones ya empezaban a zumbarle en el cerebro como abejas dentro de un panal. "Sólo que la miel de la duda es amarga", poetizó, un poco por ir dejando aquella historia más bien incomprensible de lado y concentrarse en el fútbol, que estaba a punto de empezar, y en sufrir porque su chica capicúa no aparecía.
Eso sí, el filósofo que llevaba dentro se acordó de una frase algo melodramática de Montesquieu: "La ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie." Juan le respondió: "¿Incluidos los jueces, mi admirado barón?"
En otro extremo de la ciudad, un tercer hombre que fue a levantarse de su asiento para encender la televisión y ver el España-Ucrania, dio un grito y cayó en el sofá. Le dolía presuntamente la pierna porque, al parecer, hace algo más de dos meses estos mismos atracadores, según sostiene la policía, le habían pegado un tiro mientras atracaban otra sucursal bancaria de Aravaca. "Si te vas a seguir quejando, mejor cierra la ventana", le dijo Juan, "no vaya a ser que te detengan por producir contaminación acústica."
La ley es la Ley.
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