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Ahora como entonces

Donde debería haber memoria larga -en la política, que es gobierno de la sociedad y el gobierno es experiencia, luego memoria- la hay de las más cortas. Tan cerca y tan lejos, tan instructiva y tan olvidada en Cataluña la campaña del referéndum sobre el tratado constitucional europeo. Bastante de lo que entonces se dijo por los promotores del no desde la invocación de un determinado catalanismo, podrían ahora repetirlo sin empacho, en el espíritu o en la letra, quienes desde la misma posición piden a los electores el no al proyecto de reforma del Estatuto.

Entonces era Sí a Europa, no al tratado constitucional, ahora es Sí a Cataluña, no al Estatuto. La aparente paradoja sirve cuando lo que prevalece es lo mítico por encima de lo real. Una Europa y una Cataluña inexistentes, supuestamente alcanzables, pero imposibles con los tozudos datos de la realidad ignorada, frente a la Europa y a la Cataluña de los ciudadanos, territorios y problemas reales. En política, la mitificación de la comunidad -de la Gemeinschaft- no la empuja hacia el objetivo idealizado, sino que bloquea su mejora por la vía de la reforma, que es lo verdaderamente útil.

¿Cómo se puede votar a favor de algo que no se entiende?, se pretendió entonces. El texto del tratado constitucional no era, ciertamente, de lectura fácil. Ahora tampoco lo es el texto del Estatuto, sin que llegue al nivel farragoso de aquél ni a su extensión: sólo 223 artículos y unas pocas disposiciones complementarias frente a 448 artículos y un sinfín de protocolos, anexos y declaraciones. El Gobierno de la Generalitat, en un esfuerzo no por obligado menos loable, habrá enviado unos 2,5 millones de ejemplares del proyecto de Estatuto a los hogares de Cataluña. Leerse podrá leerse, pues; entenderse ya es otra cosa. El tecnicismo constitucional es de una inevitable complejidad, que admite sólo hasta cierto punto la simplificación. Pero apuntemos algo aparentemente incorrecto: las constituciones y estatutos, que sin ser jerárquicamente lo mismo pertenecen al mismo género normativo, no se entienden por la mayoría del pueblo, sino que se creen o no. En la sociedad de la democracia representativa y de la información universal existe una pléyade de agentes orgánicos -instituciones, administraciones, partidos políticos, asociaciones ciudadanas, medios de comunicación social, profesionales especializados, élites ilustradas...- que difunden el conocimiento político y divulgan la complejidad. Así está siendo en el caso del Estatuto, y por eso cabe exigir honestidad intelectual y política a quienes por razón de su cargo o función asumen la responsabilidad de la explicación del Estatuto a la ciudadanía.

Ahora como entonces, se intenta tranquilizar al ciudadano con la sedante, pero gratuita, afirmación de que el rechazo de la norma fundamental permitiría devolver el texto a las instancias legisladoras y modificar su contenido, obteniéndose al fin lo no conseguido antes. En el caso europeo, a causa principalmente del no francés -patriotero y conservador, sin que fuera contradictorio que lo auspiciara con entusiasmo una parte de la izquierda republicana-, el proceso constituyente ha quedado paralizado a la espera de inciertas mejores oportunidades, perdiéndose de esta manera un tiempo precioso para Europa en la era de la apremiante globalización. En el caso de Cataluña, ¿puede creer honestamente alguien en su sano juicio que el rechazo del Estatuto y las previsibles consecuencias que ello comportaría en la política española y en la catalana permitiría obtener un Estatuto mejor? ¿Cuándo sería posible un nuevo Estatuto que superara la propuesta actual? ¿Con qué gobierno central y con qué composición de las Cortes Generales? Sin una respuesta convincente a estos interrogantes, afirmar que se debe volver al legislador es mera ilusión, si no feo engaño a la ciudadanía.

Entonces como ahora, se ocultó que el proyecto sometido a referéndum era el fruto de un laborioso pacto, y como todo pacto democrático, sin goleada posible en campo contrario. El proyecto de tratado constitucional se negoció primero en el seno de una Convención europea de complicados equilibrios y el texto resultante, entre los representantes de 25 Estados miembros, de 3 candidatos y de las instituciones europeas, ¡ahí es nada! El texto de la reforma del Estatuto que ratificar es el resultado de un pacto de renuncias y logros por ambas partes -por algo es un pacto y no una Carta otorgada- entre el Parlament de Catalunya y las Cortes Generales, históricamente el mejor para Cataluña de los habidos en tres cuartos de siglo de pugna estatutaria.

¿Qué hemos de salvar con el al proyecto de nuevo Estatuto? Nada menos que a Cataluña. La apremian incontables urgencias, entre ellas la integración social y económica de más de 800.000 inmigrantes empadronados y la acogida de los miles que aún llegarán. Esa sola tarea, vital para la identidad y cohesión de la comunidad, razonablemente atribuida a la Generalitat como competencia, ya justificaría un rotundo al nuevo Estatuto. No hay tomadura de pelo -suponerlo es mortificante-, estamos ante una reforma estatutaria equilibrada y oportuna cuya virtud última residirá en una inteligente y ambiciosa aplicación.

Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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