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Reportaje:AL SOL

Menorca, seducción en tres pasos

La isla balear despliega en junio sus encantos más tentadores

He oído contar en Menorca una leyenda sobre un payés que mandó a su hijo a afilar un arado a la capital de entonces y que al regresar el arado era de plata. Al día siguiente, el payés volvió a probar fortuna y le dio al hijo otro arado, que sufrió la misma transformación. Siguió por fin al niño y vio que, en lugar de dirigirse a Ciutadella, enfilaba hacia el mar, cerca de cala Blanca, donde sólo para él la ciudad desaparecida de Parella emergía de las profundidades. Parella, según los menorquines, se deja ver velada por la bruma al clarear el día de San Juan, patrono de una de las dos ciudades, o dos almas podríamos decir, de la isla. Ciutadella mira hacia Mallorca, mientras que Mahón abre la bocana de su bello y resguardado puerto en dirección a Cerdeña.

Menorca, declarada en 1993 reserva de la biosfera, sigue siendo esa tierra misteriosa que se alza sobre el mar apenas lo suficiente para no ser una isla sumergida y que Mario Verdaguer consideraba encantada por dos elementos: piedras y viento. Piedras tiene de las más viejas del Mediterráneo (las que componen los talaiots, las taules y los poblados prehistóricos), y en cuanto al viento, ya quisieran algunos disponer de refugios bajo tierra para olvidar la maligna tramontana.

Pero la mayoría están encantados con su belleza, con su paz, con su atmósfera ancestral. En las Baleares no hay isleños más orgullosos de su tierra que los menorquines. Todo lo suyo es especial, único, precioso. La isla fue troglodítica, pero también formó parte del Imperio Británico. Dos siglos atrás, Menorca no necesitaba ir a Europa porque la flor y nata del continente pasaba por ahí, a través de figuras como las del almirante Nelson y lady Hamilton. La mansión de muros rojos que domina el puerto de Mahón, llamada The Golden Farm por los ingleses y San Antonio por los menorquines, albergó al marino, cuyo barco, el Foudroyant, hizo fondo en el puerto en octubre de 1799.

1 Mahón y su puerto

Desde la quinta de Nelson, Mahón aparece como una verdadera ciudad blanca. El verde oscuro, de carruaje inglés, de las persianas, es el único contrapunto de unas fachadas cremosas, como de queso tierno. El queso mahonés, por cierto, tiene un gusto peculiar, fuerte y a la vez ligero, dejando el paladar lleno de un sabor a hierba fresca. La gastronomía menorquina es sutil y refinada, ahí están los amargos, la salsa mahonesa y la célebre caldera de langosta de Fornells.

Siempre que voy a Mahón, y voy al menos dos o tres veces al año, me gusta hacer las mismas cosas, recorrer los mismos lugares. Por ejemplo, sentarme un rato en la terraza del American o en el interior del Nou Bar, frente a Santa María. Y luego pasar por el mercado de pescado, un precioso edificio casi colgado sobre el puerto. Sin olvidar nunca el otro mercado, ahora por desgracia demasiado renovado, del claustro del Carmen, donde suelo comprar flores de manzanilla, las mejores que conozco.

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En Mahón, las mañanas son elásticas y las tardes, sobre todo en el mes de junio, se desvanecen sin que uno sepa cómo. El extremo oriental del puerto, Villacarlos, es la tierra española que recibe primero los rayos del sol. Villacarlos está a dos kilómetros de la ciudad y surgió en torno al antiguo castillo de San Felipe, levantado a mediados del siglo XVII. Su gran plaza central, adornada por viejas piezas de artillería de los cuarteles, se encuentra a dos pasos de un restaurante que no dejo de frecuentar a lo largo de los años: el España. Antes, el ambiente era más auténtico, pero se sigue comiendo bien y a precio asequible, en compañía de ingleses que, a juzgar por el respeto cordial con que son tratados por los camareros, son también adictos al lugar.

Algo que me gusta especialmente de Mahón son sus iglesias. Color miel por fuera y blancas por dentro, tienen el mismo aire austero y colonial que la ciudad. No parecen iglesias católicas, o al menos se diría que fueron una vez protestantes y más tarde cambiaron de culto. Las iglesias del Carmen y de San Francisco, así como la de Santa María, que tiene un órgano soberbio de más de tres mil tubos de metal, se dejan recorrer con un acompañamiento de siseos de beata, mientras se admiran las tallas y los lienzos que costearon los aristócratas de ese lado de la isla.

Pero la joya de Mahón es su puerto. Los veleros deben navegar casi una hora para salir de él, y entre medio hay cuatro pequeñas islas: la de Pinto, la del Lazareto, la de la Cuarentena y la del Rey, esta última antes llamada Blood Island, pues los ingleses la convirtieron en hospital militar. Las calas abundan en el interior del puerto más abrigado del Mediterráneo, y entre ellas Cala Figuera y Cala Fonts son las más conocidas. En Cala Fonts, el puerto pesquero de Villacarlos, se instala un concurrido mercadillo las noches de verano, y el ambiente marino, las aguas quietas y oscuras, las luces de los numerosos restaurantes, las cuevas donde en otro tiempo los carpinteros de ribera construían las barcas, todo ello recuerda rincones similares del golfo de Nápoles.

Saborear de veras el puerto de Mahón significa embarcarse. Cuando uno sale a mar abierto se tiene la sensación de que ese largo fiordo que se adentra en tierra es como un cordón umbilical que une la isla a la gran placenta del Mediterráneo. Lo último que se deja atrás es la fortaleza de Isabel II, casi camuflada entre las piedras.

2 Menorca megalítica

Entre Mahón y Ciudadela se extiende la isla, verde gran parte del año, salpicada de casas enfundadas de blanco hasta las mismas tejas y de vacas pastando entre los bajos muros de piedra. Esta Menorca interior vivió durante siglos de espaldas a la costa. Los pueblos de Alayor, Mercadal y Ferrerias son remansos urbanos, interesantes y cada uno con su idiosincrasia, anclados en medio de un paisaje avaro de vegetación pero nunca monótono, pues suaves colinas a modo de anchas olas de tierra y pastos lo hacen agradable a la vista, a la par que el gris severo de las rocas subraya su solidez y antigüedad. Largos caminos cuadriculan el paisaje, siempre cercano, pocas veces espectacular, sobrio y relajante. Esos caminos están hechos para el caballo, como el antiguo camino de Kane, que fue el primer gobernador británico de Menorca. Caminos y matas, zarandeados a veces brutalmente por el viento, llevan a mansiones rurales, algunas colgadas de inesperadas colinas, sus muros pintados de rojo y blanco. A lo lejos vemos una elevación caprichosa, el monte Toro, que se alza un poco más de trescientos metros sobre el nivel del mar.

En esa Menorca interior, el viajero curioso puede pasar todo el tiempo que quiera entre vestigios pétreos de una cultura muy antigua. Ya se la encontró allí Quinto Cecilio Metelo, cuando en el año 123 antes de Cristo conquistó la isla para el Imperio Romano. Hoy el museo sigue en pie y bien conservado. Quien quiera ver sólo lo más esencial y sorprendente se detendrá cerca de Ciutadella para admirar la naveta des Tudons, construcción perfecta y misteriosa; caminará hasta encontrar la taula de la torre Trencada, la de Talatí de Dalt y la de Trepucó, acompañada esta última de un talaiot muy alto desde cuya cima se domina una buena parte de la isla. También hay poblados prehistóricos, como el conjunto megalítico de la Torre d'en Gaumés, donde uno puede dejar libre la imaginación para intentar comprender el modo de vida de aquellas gentes y por qué se tomaron tanto tiempo y esfuerzo en levantar esas losas, en superponer moles pesadísimas y en excavar cuevas.

Cuevas, por cierto, hay dos en la isla muy particulares. La d'en Xoroi, en Cala'n Porter, colgada entre el mar y el cielo y escenario de una leyenda medieval, resto de la ocupación de las tribus bereberes, es una atracción turística bien conocida. Pero hay otra menos accesible, a la que hay que llegar por caminos inciertos plagados de telas de arañas: la des Coloms. Jamás he visto una cueva tan inmensa. Tras una modesta entrada medio oculta en la colina cercana a Santo Tomás se accede a un espacio donde podría guarecerse toda la población que miles de años atrás vivió en Menorca.

3 Costeando hasta Ciutadella

Santo Tomás tiene hermosas playas, si bien las mejores las encontramos en dirección a Ciutadella. Macarella, cala Turqueta, cala Mesquida son las clásicas. Desde junio sus aguas empiezan a templarse y adquirir ese azul especial, que a veces vira a turquesa y que las hace acogedoras y fascinantes. Los más intrépidos no desdeñarán un chapuzón en la costa norte, donde hay playas y calas menos transitadas, más agrestes. Allí el mar se tiñe de azul intenso y no pocas veces la espuma de las olas dota a la costa de una animación serena y espectacular. Mis preferidas son Morell, cala Pregonda y El Pilar. Cerca de Faváritx hay también unas playas de arena oscura y rocas pizarrosas a las que se accede a pie y donde uno puede estar a sus anchas. En realidad, cualquier punto del litoral menorquín es bueno para bañarse, incluso en el mismo puerto de Mahón y en las inmediaciones de Ciutadella.

Si la capital es comercial y británica, Ciutadella es patriarcal y noble. Paseando por sus calles se respira una atmósfera embalsamada, una quietud arraigada como hiedra a sus viejas casonas señoriales. El puerto es pequeño y se encuentra de espaldas a la ciudad, que discurre por calles porticadas como ses Voltes, y desemboca en el majestuoso Born. Pocas ciudades pequeñas tienen tanta densidad de escudos de armas. Nombres como Olives, Quart, Saura, Salort, Lluriach jalonan el entramado urbano de empaque señorial, y no sería de extrañar que todavía, tras esas fachadas en decadencia con persianas despintadas, se alojasen personajes de Lampedusa.

La cruz de Malta preside las fiestas de San Juan, delirio de veneración al caballo, negro y brillante, de entusiasmo popular, el llamado jaleo, al que uno debe asistir y participar al menos una vez en la vida, como los Sanfermines y la fiesta del Palio de Siena. La noche se hace tan corta ese día que las calles de Ciutadella se achatan y parecen inundadas, y el mar se levanta con una transparencia lechosa. Es entonces cuando se ve la otra ciudad brillando bajo el agua serena con la languidez de los espejismos.

José Luis de Juan es autor de Campos de Flandes (Alba Editorial)

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir- Iberia (902 400 500; www.iberia.com) vuela a Menorca desde Barcelona, Madrid, Valencia y Palma de Mallorca. Ida y vuelta desde Barcelona, a partir de 132,37 euros, tasas y gastos incluidos. Desde Madrid, en junio, la oferta empieza en 162,17 euros.- Spanair (902 13 14 15; www.spanair.es) vuela a Menorca desde Madrid, ida y vuelta en vuelo directo, a partir de 61,37 euros, tasas y gastos incluidos.- Air Europa (902 401 501; www.aireuropa.com). Ida y vuelta a Menorca desde Barcelona, a partir de 76,37 euros, tasas y gastos incluidos. Y desde Madrid, 168,17 euros, tasas y gastos incluidos.Información- Turismo de las islas Baleares (www.illesbalears.es).- Oficinas de turismo en Ciutadella (971 38 26 93) y Mahón (971 35 59 52).- www.ciutadella.org.- www.ajmao.org.

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