Partido en dos campos
Si la Allianz Arena es leve, colorista y suburbana, posada en el paisaje como un dirigible festivo y fugaz, el Estadio Olímpico es pesado, grisáceo y solemne
En Múnich, espectáculo sin memoria; en Berlín, memoria sin espectáculo. Las dos sedes principales del Mundial de Alemania -donde se abre y se cierra el campeonato- muestran arquitecturas tan opuestas que se dirían deliberadamente orquestadas para mostrar los dos rostros del país organizador: si la Allianz Arena es leve, colorista y suburbana, posada en el paisaje como un dirigible festivo y fugaz, el Estadio Olímpico es pesado, grisáceo y solemne, con sus pórticos monumentales levantándose sobre una explanada urbana; si la obra de Múnich es una construcción nueva, revestida con la tecnología reciente de las almohadillas hinchables de plástico ETFE (etiltetrafluoretileno), que cambian de color con la iluminación como una pista de baile en una discoteca, la obra de Berlín es la remodelación de un estadio histórico, que añade una marquesina sobre las gradas pero por lo demás respeta la gravedad arcaica de la piedra caliza y el hieratismo axial de sus geometrías esenciales; y si el estadio de Herzog y De Meuron se conforma como una olla con tres tribunas de gran pendiente y una cubierta que casi se cierra sobre el hervor de la multitud, el proyectado por Otto March hace un siglo (completado en los años treinta por sus hijos Walter y Werner, y adaptado ahora por Volkwin Marg, de la firma Von Gerkan & Marg) muestra la pendiente tendida y la lejanía a la cancha característica de las instalaciones de atletismo, un inconveniente para el fútbol que se suma a la interrupción de las gradas por la puerta del Maratón, y a la disminución de la visibilidad de la tribuna superior por los soportes arborescentes del anillo sin cerrar de la marquesina.
Este Jano arquitectónico es, desde luego, un retrato de Alemania (aunque quizá sus dos caras representen el reverso de lo que inicialmente semejan), y propone asimismo un oxímoron construido que simboliza la esquizofrénica tensión contemporánea entre globalización e identidad, espectáculo y memoria. A primera vista, el globo acolchado y polícromo de Múnich es una edificación futurista e hipertecnológica, que debía representar el espíritu inquieto de la nueva Alemania de Angela Merkel; sin embargo, su impecable lógica geométrica, su exacta definición funcional y su ingrávida inserción en la naturaleza hacen de este estadio semafórico y neumático una obra maestra de la modernidad canónica, y de su inmaterialidad espectral, la mejor vacuna contra los virus fantasmales de un pasado ominoso. Es inevitable pensar que su clasicismo à rebours se distancia deliberadamente de la estética azarosa de mástiles y lonas con la que Günter Behnisch y Frei Otto levantaron en 1972 el Estadio Olímpico de Múnich, pero aquella coreografía técnica y social perseguía exorcizar la severidad grávida y wagneriana de las concentraciones de masas nazis con los mismos instrumentos de ligereza y transparencia que la Allianz Arena.
Por su parte, el peristilo pétreo
de Berlín -apenas alterado por la nueva marquesina- parecería dar expresión a la sensibilidad clasicista de la vieja Alemania; sin embargo, su sometimiento a la monumentalidad retórica de la arquitectura hitleriana, sacrificando la funcionalidad deportiva del recinto al eje ceremonial que fractura tribunas y cubierta, hace de su tradicionalismo historicista un planteamiento manifiestamente anticlásico, que por lo demás renuncia a poner en cuestión la urbanidad escenográfica del periodo nazi. Ésta es acaso la actitud más contemporánea, o cuando menos la más extendida, en una sociedad que ha reemplazado la culpa vergonzante por la aceptación distraída, y que tras la caída del muro de Berlín ha ocupado los edificios nazis -de la sede de la Luftwaffe, hoy Ministerio de Finanzas, al antiguo Reichsbank, actualmente usado como Ministerio de Asuntos Exteriores- sin los escrúpulos o las reticencias de antaño frente a los fantasmas familiares de Alemania. Sólo así puede entenderse la naturalidad con que se ha remodelado el escenario de los Juegos Olímpicos de 1936, el lugar donde Leni Riefenstahl filmó Olympia -el documental propagandístico que mejor representó los ideales y la estética nazi- y donde Albert Speer levantó las mismas catedrales de luz que habían acogido los congresos del partido en Núremberg.
Los dilemas dramáticos de Alemania son también en cierta medida los de Europa, y en general los de las poblaciones reclamadas por las pulsiones antitéticas de adaptación amnésica a la homogeneidad planetaria y defensa memoriosa de su singularidad histórica. En Múnich, un estudio de Basilea de perfil artístico y experimental -que ya había construido allí el museo Goetz y la galería Fünf Höfe- ha fabricado un icono para los dos clubes de fútbol de la ciudad (Bayern y TSV 1860), que alternativamente iluminan en rojo o en azul la gigantesca linterna del estadio, y para la selección nacional, que enciende en blanco este fanal almohadillado, surgiendo en el paisaje de autopistas como un hito mágico y abstracto capaz de suscitar a la vez identificaciones emotivas y emociones estéticas. En Berlín, un despacho de Hamburgo de perfil tecnológico y corporativo -que ya tiene en su haber varios estadios en diferentes ciudades alemanas- ha remodelado un emblema nazi sin alterar su apariencia, limitándose a cubrir las gradas y a introducir los equipamientos de una instalación deportiva moderna, desde asientos confortables hasta salas de prensa y palcos VIP; homogeneizando sus prestaciones programáticas pero limitando su regeneración simbólica a letreros informativos en los porches perimetrales y a un centro de interpretación que se alojará en el Langemarckhalle, un edificio en forma de templo egipcio próximo al estadio donde los nazis homenajeaban a los héroes caídos en el campo de batalla.
Pues bien, y paradójicamente,
es el proyecto más genérico, levantado en el entorno más anónimo, el que consigue materializar un objeto de mayor singularidad formal y de mayor atractivo para nuestra sociedad del espectáculo; mientras que el enfrentamiento con una pieza urbana abrumada por el peso de su historia se salda con una desganada trivialización y con un dócil sometimiento a la memoria que daña tanto su calidad funcional como su fuerza emblemática.
Durante un mes vamos a estar pendientes de las pantallas donde van a librarse estos combates deportivos que para los nazis eran una preparación para la guerra, y para nosotros una lucha ritualizada que reemplaza el conflicto bélico con la batalla simbólica. A fin de cuentas, quizá sea cierto que el espectáculo nos une y la memoria nos separa; si ello es así, seguramente debemos celebrar la unanimidad amnésica del fútbol, y confiar en que su belleza geométrica nos proteja de los fantasmas que se agitan en la trastienda histórica de las pugnas nacionales y los pulsos identitarios.
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