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El proceso para el fin de ETA
Columna
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Código de señales

El propósito de alcanzar un final dialogado de la violencia entre los poderes del Estado y ETA, autorizado por una resolución del Congreso el 17 de mayo de 2005, está siendo sometido desde hace dos meses y medio a la abrasadora prueba de su materialización práctica. La envoltura opaca de los contactos del Gobierno con la banda terrorista y de los socialistas vascos con su brazo político (propia de en este tipo de negociaciones como los estudios comparados enseñan) se halla en el trasfondo de los desconciertos y berrinches causados por algunos polémicos episodios de las últimas semanas. Dicho sea de paso, la transparencia democrática exigiría que los ciudadanos no se sintieran forzados durante demasiado tiempo a tener que elegir entre la fe ciega del carbonero y la negativa a ultranza del descreído como respuestas posibles a las decisiones del Gobierno en este ámbito: las brumas de los secretos de Estado alimentan las concepciones conspirativas, las desconfianzas paranoicas y las intoxicaciones informativas. Así, el PP da por descontada la existencia de una detallada hoja de ruta pactada con ETA que afectaría no sólo al País Vasco sino también a Cataluña y Andalucía (cuyo nuevo Estatuto favorecería al fundamentalismo islamista): la revelación por etapas de ese diabólico plan aspira a que la sociedad vaya metabolizando poco a poco el veneno.

La calma posterior al alto el fuego permanente anunciado por ETA del 22 de marzo duró poco tiempo, al igual que ocurre con la bonanza previa a las galernas. Las intimidatorias declaraciones a Gara de dos etarras encapuchados comunicaron el 14 de mayo el carácter reversible, condicional y limitado de la tregua, justificaron la kale borroka y las recaudaciones extorsionadoras, exigieron la excarcelación y la amnistía inmediata de los presos, reclamaron la convocatoria paralela de una mesa de partidos con presencia de Batasuna y sacralizaron como metas irrenunciables -sólo el calendario sería susceptible de negociación- la unidad territorial de Euskal Herria (con Navarra y las comarcas francesas pirineaicas incluidas) y su derecho a la autodeterminación como Estado soberano. Pocos días después de que las elevadas expectativas suscitadas por la tregua sufrieran tan drástica rebaja, el presidente del Gobierno anunció, sin embargo, la próxima comunicación al Congreso del comienzo oficial de los contactos con ETA: el privilegiado acceso de Zapatero a las claves de un código de señales reservado a los iniciados tal vez logre explicar esa aparente contradicción lógica.

También los dirigentes de la nueva Mesa Nacional de Batasuna, puesta de largo en Pamplona el 24 de marzo (después de que la Audiencia Nacional prohibiera dos meses antes su congreso en Barakaldo), aceleraron el 24 de mayo el ritmo de los acontecimientos con la designación de la comisión negociadora para la mesa de partidos. Los presentadores de ambos actos fueron citados el 31 de mayo por el juez Grande-Marlaska, que no dictó su prisión pero tampoco les exoneró de los cargos. En las vísperas de esa comparecencia judicial, y una vez que el presidente del PP agotase sus turnos de intervención en el debate sobre el estado de la nación (sin referirse apenas a los contactos entre el Gobierno y ETA), el secretario general de los socialistas vascos comunicó en una entrevista radiofónica nocturna el propósito de entrevistarse formalmente con la izquierda abertzale sin aguardar a que los dirigentes de la disuelta Batasuna pidieran su legalización.

A renglón seguido, el aval del presidente del Gobierno al inesperado anuncio de Patxi López fue esgrimido por el PP como pretexto para retirar el frágil, circunspecto y suspicaz apoyo prestado hasta entonces a Zapatero en el camino hacia el final dialogado de la violencia con ETA. Abstracción hecha de los pasos cuestionables dados en ese arriesgado viaje por los socialistas en las últimas semanas, la tendencia de la belicosa ala dura de los dirigentes populares a manipular de forma obscena el recuerdo de las víctimas y a utilizar la política antiterrorista como instrumento demagógico para regresar al poder por cualquier procedimiento permite adelantar que la ruptura definitiva del PP con el Gobierno y la mayoría parlamentaria en un crucial asunto de política de Estado sería una mezquina, desleal y rastrera maniobra partidista.

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