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Columna
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Decencia y razón

El PP ha celebrado en Marbella su duodécima Convención Intermunicipal. Los mensajes que han dando a conocer se han diversificado en tres direcciones. Nacional, autonómica andaluza y municipal. Todos han tenido como objetivo el gobierno del PSOE en estos ámbitos y, como no, su política de desastres y destrucción que, lógicamente, vaticinan para un futuro, pues lo que es de presente son difíciles estos vaticinios, dada la actual situación económica y de paz. El análisis, si es que se le puede llamar así, pues no entra a discurrir en su crítica y menos con nobleza, ha sido negativo. No hay enseñanzas. Hay advertencias, enfrentamientos y frases que se cruzan con otras que pensábamos olvidadas. Hablan de "un programa nacional para toda España del PP" porque, como dice Acebes, es un partido nacional como si los demás no lo fueran y no hubieran demostrado, tanto el PSOE como el PP, su vocación de Estado. Ahí quedan para la historia más reciente acuerdos de gobierno de los dos grupos políticos mayoritarios con CIU o PNV, como también los acuerdos de gobierno autonómico de unos y otros, mostrando una visión de Estado que ahora se niega de forma catastrófica.

Un planteamiento que ignora, especialmente con Andalucía, que, precisamente, la visión constitucional abierta al estado autonómico es la que ha permitido el progreso; que la descentralización es la realidad nacional que se ha impuesto por la voz parlamentaria y que esta realidad autonómica, tantas veces ignorada y desconocida por los programas estatales del mismo ámbito que señala Acebes, ha tenido marginada a Andalucía. No se entiende, pues, que estos anuncios y este programa de desunión traigan consigo alguna esperanza de mayor progreso social y de cambio. Tampoco se entiende que insistan en demonizar el Proyecto de Reforma de Estatuto para Andalucía calificándolo de mero instrumento "para dar cobertura a los nacionalismos insolidarios" y se niegue la necesidad de la reforma autonómica.

Afirmaciones que no descansan en razones sino en profecías. Y lo entiendo así porque, de un lado, las reformas autonómicas tienen el tamiz del Congreso a fin de acomodarlas, si es que no lo están, a la solidaridad entre comunidades. De otro porque la reforma autonómica viene siendo una realidad en otras comunidades -Valencia, Baleares y Cataluña, entre otras- y no es razonable que la Comunidad Andaluza quede anclada en un Estatuto de Autonomía de 1981 y las demás CC AA acomoden sus Estatutos a los avances sociales del siglo XXI.

Es cierto, qué duda cabe, que hay un panorama desolador por la falta de consenso con el PP-A en cuestiones de esta trascendencia para Andalucía, y que debería cambiar. Un cambio exigido por cuanto las reformas autonómicas demandan el mayor respaldo de los grupos políticos y, por tanto, quieren de la presencia del primer partido de la oposición. Sin embargo, en la situación actual, sería necesario un cambio de discurso pues, precisamente, por su propia posición -mayoritaria, pero no vinculante- no puede exigir, desde el catastrofismo y el advenimiento de los demonios rupturistas que se impongan todos sus puntos de vista sobre las demás fuerzas parlamentarias, que son mayoritarias. Este cambio es el razonable y decente y no seguir amparándose, como han hecho en Marbella, en estas mismas manifestaciones para imponer su posición minoritaria que, de lograrse por estos voceros del miedo, quebraría las bases democráticas que, conforme al sentido común y al democrático, le corresponden a la mayoría representativa del pueblo español.

En fin, no quiero insistir más en estas críticas que buscan intentar abrir espacios de razón que ayuden a no dejarnos sugestionar por mensajes catastrofistas en una España europea y en una Andalucía solidaria que avanza.

No obstante, y para concluir estas reflexiones, creo conveniente decir que mal está esta derecha cuando en un sistema democrático se atribuye en solitario la representación de todos los valores de la sociedad y Josep Piqué, que es un uno de sus líderes más moderados, a quienes intentan reventarle un acto les llama "hijos de puta". Una atribución y una actitud que, en un Estado democrático, ni es razonable ni digna.

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